19 de abril de 2014     Número 79

Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER

Suplemento Informativo de La Jornada


FOTO: Lorena Paz Paredes

Guerrero

Serranas

Lorena Paz Paredes

Sembrar, cocinar, curar, educar, cuidar

“Qué podemos saber las mujeres –escribió
Sor Juana Inés de la Cruz, sino filosofías de cocina.”.

La cocina es el lugar más concurrido de la vivienda campesina; hay ahí alimentos, calor y plática, la magia cotidiana de la vida. Cuidar, guisar, mantener el fogón encendido y la habitación caliente y dar afecto son tareas femeninas orientadas al bienestar de la familia. Claro que también los varones trabajan por lo mismo sembrando milpa y aportando su jornal. Pero no es del hombre la responsabilidad ni la carga cotidiana de la vida doméstica. El esfuerzo permanente les corresponde a ellas… que lo asumen como “destino de mujer”.

Aunque dar amor, alimento, techo y calor es primordial para la vida y el desarrollo de los seres humanos, y del cuidado deberíamos ocuparnos todos, incluido el Estado, en sociedades machistas como la nuestra se transforma en deber de madres abnegadas, hijas obedientes y fieles esposas. La virtud de cuidar a los otros es aquí la peor expresión de la desigualdad de género; una maldición femenina de la que no hay escape. Y como cuidar tiene que ver con lazos afectivos, nos han hecho creer que es asunto de mujeres atrapadas en el hogar. Por eso el cuidado se ha vuelto un quehacer invisible que no se reconoce, que no se valora como trabajo y que se desarrolla en las sombras.

En la familia rural generalmente el padre y los hijos mayores son los que deciden y las mujeres acatan. Ellas no son dueñas de casi nada; pocas tienen parcela y derecho a programas de fomento. Ni siquiera sobre su cuerpo, su sexualidad y su maternidad deciden libremente. Aunque también se rebelan.

“Muchas vivimos deprimidas de tanto criar y trabajar”, se lamentaba una campesina serrana en una reunión de mujeres en la que fueron haciendo un mapa de sus quehaceres diarios. Al final se vieron en el espejo de sus días: levantándose al alba para acabar rendidas al anochecer. Y se sorprendieron de que tanto trajín luzca tan poco. Hay trabajos rudos, de varón, dijeron, como la quema y tumba de monte  “que no hacemos nosotras, tampoco andamos en el bosque con la motosierra porque no sabemos y no nos da la vida”. Y sí, no jornalean como sus maridos o sus padres, que se contratan por temporadas en el campo, o se van a la costa de albañiles. Pero también ellas aportan dinero vendiendo panes de suelo preparados en hornos rústicos, verduras, gelatinas, guisos los días de fiesta, y ofertando costuras, tejidos y canastos.

Cada día las serranas acarrean leña, traen agua del manantial o de la pila, prenden el fogón, preparan nixtamal, tortean, cocinan. Y mientras hierve el guisado, enjarran las paredes de la vivienda y echan agua al piso para que se asiente el polvo, atienden la hortaliza y los animales del traspatio, cuidan, alimentan, limpian a los niños y niñas, los llevan a la escuela, se encargan de los enfermos, ayudan a personas mayores, lavan ropa en el río; apilan y desgranan mazorcas con los hijos. A la casa, el hombre trae maíz, frijol, arroz, a veces otros víveres, y descansa a ratos al terminar sus labores de campo, o deja sentir su ausencia dos o tres meses si trabaja fuera de la comunidad, o por años si se va al país del norte, y entonces son ellas las que se ocupan de la parcela y el potrero.

En el traspatio mujeres, niñas y niños siembran, riegan, maicean a las gallinas, mientras que el marido y los hijos adultos ponen y componen las cercas. A la parcela las mujeres llevan el almuerzo y cuando toca ayudan a sembrar, deshierbar, doblar mazorca… y entre todos acarrean a la casa el grano que van necesitando. Los hombres preparan la tierra para la milpa sea en acahual o en monte nuevo, tumban y queman, luego siembran a piquete, fertilizan, deshierban, abonan, pizcan, y si les sobra maíz, lo prestan, lo almacenan o lo venden en la comunidad y en rancherías vecinas.

En el potrero ellas escombran el terreno, mientras los hombres levantan la cerca, siembran pastos, cambian de lugar al ganado, y venden algún torillo ahí mismo o lo llevan a la costa. Las madres y las hijas jóvenes ordeñan la vaca y hacen queso y requesón para la casa, a veces lo truecan por huevos o aceite o venden una parte. Saben bien que sus tareas son diferentes a las del hombre, y los gustos y las “fuerzas de una y otro” para hacer las cosas son distintos. Pero ellas trabajan más, dicen, trajinan todos los días del año y sin parar, “ellos sí paran, sí descansan más que una, por eso nosotras nos acabamos pronto. A puro trabajar y criar se nos va la vida”.

El de ellas es quehacer “obligado”, dicen, más extenuante cuanto más rústicas son las condiciones en que se realiza. Más pesado para quienes viven lejos del río, o se aluzan con ocotes porque no hay luz eléctrica en sus remontados caseríos. Las serranas trabajan de sol a sol y desde niñas. Ellas mismas se reconocen eternas “peonas ganadas” del hogar, siempre fantasmas del quehacer esforzándose para otros. Cuando les queda tiempo libre, dicen, “bordamos servilletas y cosemos ropa” ¿Tiempo libre? ¿Existe para ellas el tiempo libre? ¿Hay horas ocupadas y horas de ocio, tiempos llenos y vacíos para las campesinas en estas sociedades de supervivientes?

A ellas les faltan horas “para darse gustos”. Así lo dice la joven novia recluida en casa de la suegra, la niña que atiende a los más pequeños y “no tiene tiempo de jugar”, la mujer dedicada a la crianza que no ‘tiene tiempo de reponerse y se acaba’, la que trabaja “desde el amanecer”; y así, como las gotas de lluvia, se van perdiendo los días de sus vidas.

Las serranas dicen que si las tareas domésticas se repartieran mejor, serían menos sus cargas de trabajo y menos su desgaste físico y emocional, crecería su autoestima y no vivirían deprimidas por tanto agobio y discriminación. Y algunas han logrado que sus maridos e hijos sean más cooperativos. Eso es bueno, dicen. Pero también saben que mientras vivan en un mundo de desigualdad y marginación, la vida de los campesinos, mujeres y hombres, seguirá siendo injusta y cuesta arriba… Aunque siempre mejor sobrellevar la pobreza con equidad de género que sin ella ¿No?


Ambientalismo rural con rostro de mujer

¿Se ven campesinas en los movimientos ambientales? ¿Ellas son parte de las organizaciones que defienden el territorio? Seguramente sí pero su presencia y sus demandas están desdibujadas y no es muy visible su liderazgo. En las redes que luchan contra los daños ambientales y contra las minas y las grandes represas no se oye mucho la voz de las mujeres, aunque estén ahí, participen, se hagan cargo de la logística, o se queden en el trajín doméstico mientras los varones se ocupan de la lucha social.

Hay colectivos femeninos de larga empeñados en remontar las desigualdades que padecen las mujeres del campo en el uso y manejo de recursos naturales, que sí se conocen y han sido estudiados. Destacan los de la Cooperativa Tosepan Titataniske, con proyectos productivos, de artesanía y de salud, haciendo funcionar la “vivienda sustentable”, impulsando traspatios productivos, composta orgánica, captación de agua de lluvia, reciclado de desechos, además de apicultura con abejas meliponas. También en la sierra de Puebla está la SSS Masehualsihuamej Moseyolchicahuanij de artesanas que además administran un hotel ecológico. Están igualmente las alfareras veracruzanas de Amatenango del Valle, los comités de agua en Chiapas, las cafetaleras de Campesinos Ecológicos de la Sierra Madre de Chiapas (Cesmach) en la Frailesca chiapaneca, o las de la Coordinadora Estatal de Productores de Café de Oaxaca (CEPCO) en Oaxaca, que en todos sus emprendimientos promueven un buen manejo ambiental.

Pero a principios del nuevo milenio florecieron dos colectivos ejemplares: el de las indígenas mazahuas del Estado de México, defensoras del agua, y el de las campesinas ecologistas de Petatlán, Guerrero, que a diferencia de grupos que adoptan ecotecnias y mejoran sus entornos ambientales, pero son más introvertidos, éstos alcanzaron visibilidad pública y reconocimiento social e institucional.

El más difundido por la resonancia en los medios de comunicación y en la opinión pública nacional fue el liderado por las mazahuas que estalló en el 2003 en los municipios de Villa de Allende y Villa Victoria en el noreste del estado de México y parte del oriente michoacano, a raíz de la inundación de 300 hectáreas por el desfogue de una presa. Mujeres de ocho comunidades encabezaron la lucha conformando el Frente en Defensa de los Derechos Humanos y los Recursos Naturales del pueblo mazahua, y el Ejercito Zapatista de Mujeres Mazahuas en Defensa del Agua. Los pueblos morían de sed mientras el Sistema Cutzamala se llevaba el agua a la capital del país ¿Cómo no recordar las marchas y los plantones de las mazahuas en el Zócalo de la Ciudad de México con sus hijos a la espalda y enarbolando fusiles de madera?

En 2002, en la sierra guerrerense un grupo de campesinas le dio vida a la Organización de Mujeres Ecologistas de la Sierra de Petatlán (OMESP), que durante casi una década trabajó por mejorar la vida de mujeres y comunidades. Defender el bosque fue una herencia de la Organización de Campesinos Ecologistas de la Sierra de Petatlán y Coyuca de Catalán (OCESP), que en 1998 expulsó a la trasnacional maderera Boise Cascade, aunque sus líderes acabaron encarcelados, perseguidos y asesinados. Pese a la violencia, las ecologistas –mujeres al fin- pudieron hacer y deshacer al amparo de su invisibilidad, sin parecer amenazantes o peligrosas. Cuando ganaron cierto prestigio, su condición de género siguió protegiéndolas; ya no eran “las invisibles” sino “las locas”, “las inofensivas mujeres”. Así, hicieron viverismo y reforestaron; limpiaron calles, cañadas y fuentes de agua; reciclaron basura; prepararon abonos orgánicos; rescataron y sembraron semillas nativas; se capacitaron y enseñaron a los campesinos la hechura de retenciones de agua y suelo; vedaron la cacería de ciertas especies animales; vigilaron y lograron acabar con los incendios forestales; promovieron actividades de traspatio para el autoabasto; atrajeron recursos y programas públicos a su región; fueron educadoras ambientales, y cambiaron con el ejemplo malas prácticas campesinas. En el camino de organizarse también modificaron usos y costumbres que discriminan a las mujeres, ganaron autonomía y autoestima y hasta mejoraron sus relaciones con hijos y parejas.

Las pioneras empezaron por la alimentación familiar, intercambiando semillas, consejos y ánimos. Este fue el espíritu de su ambientalismo. Al mejorar su producción de traspatio y compartir la preocupación por alimentar, salieron también de su angustiosa soledad doméstica. No se libraron de la pobreza y la responsabilidad cotidiana de alimentar, pero dieron el salto del “yo” al “nosotras”. Y al reconocerse como trabajadoras invisibles para la familia y la sociedad, soñaron con una vida más justa para sus hijas.

Desde el principio su ecologismo estuvo ligado a la comida y al cuidado: la seguridad, calidad y cantidad de alimentos para la familia; el acopio de leña; la disponibilidad de hierbas medicinales; el intercambio de semillas. Y así la cocina y la mesa devinieron espacios vitales tan importantes como la milpa, la huerta y el mercado, universos proverbialmente masculinos.

Desde su propia casa ellas se volcaron hacia la amplia casa que es la naturaleza. Abrieron la ventana y vieron más allá: al bosque donde hay agua para beber, bañarse, regar y vivir; donde hay leña, remedios, perfumes. La vieron como una extensión de la vivienda, pero también un lugar abierto de los afectos, a los encuentros. Y la cuidaron como se cuida a los hijos y a la familia. Todo cargado del valor simbólico que tiene el cuidado visto no como algo personal sino como esfuerzo solidario del mujerío. Una experiencia de vida que por un rato feminizó la vida serrana.

El ambientalismo de la OMESP tiene un sello femenino no sólo porque las protagonistas fueron mujeres, sino por su profundo vínculo con lo doméstico, con la preocupación por el bienestar y cuidado de los otros y del mundo no humano. Un ambientalismo de campesinas que al extender la ética familiar del cuidado a la relación entre los seres humanos y con la naturaleza, le da al ecologismo una mirada de mujer.


Ellas y el bosque

El paisaje forestal que bien conocen las campesinas de la Organización de Mujeres Ecologistas de la sierra de Petatlán, (OMESP) es un bosque de más de cien especies de árboles, arbustos, matorrales; un mundo abigarrado de animales, plantas, aromas y sonidos. El rumbo es ideal para la caza de jabalíes, venados cola blanca, conejos, y en la temporada de lluvias, peces y camarones a quienes los niños atrapan en los arroyos. También es el hábitat de ardillas de árbol, armadillos, comadrejas, murciélagos, coyotes, zorra grises, tejones, cuiniques, tlacuaches y sus pares los mapaches, así como albergue de aves memorables como jilguero dominico, gorrión arlequín, golondrina verdemar, chipe coronado, cuitlacoche pico cuervo, calandria, ticuiz, tapacaminos, correcaminos, huilaca, huilota, culebra lagartijera y el inefable zopilote.

El bosque es refugio de enamorados y excelente para jugar escondidillas, y también resguardo de perseguidos, de bandidos, de narcos, de guerrilleros. Cuentan que cuando caen las sombras de la noche o baja la niebla, entre el follaje se ocultan diablos, brujas y chaneques que son como niños pelones y que “te enferman si te atreves a verlos”, dicen ellas. Y ellas saben historias del viento que habla y llora entre los árboles, “son las ánimas de los muertos”, dicen, y aquí son muchos, “que andan lamentándose y no tienen descanso”.

Catalogado como selva mediana subperenifolia de clima cálido, hay en el bosque pino y pino encino, parotilla, huesillo, ceiba, parota, aguacatillo, roble y tamarindo, guarumbo, culebro, arrayán, cacahuananche, cuero de toro, palo de oído, pellejudo y muchos más que los técnicos forestales clasifican. Pero Juana, ecologista de la OMESP, es capaz de nombrar muchos más:

“Aquí conocemos bien el encino negro, el encino amarillo, calahue, canicuil, palo colorado, roble, cedro, chichalaquije, changundo o nanche silvestre, parota, ceiba, pochota, tres dedos o salasuchil, buje, palo prieto, varil y encinillo. Y de arbustos más chaparritos que un árbol, tenemos el espinudo o espino, el tapacaminos, el cenicillo que da unas bolitas que se comen... Igual se encuentra la yerbamora que se come en tortas y la conguera y la verdolaga tan sabrosa…”.

Además las ecologistas mantienen viveros de “roble rosa, cedro rojo, cedro blanco, cedro macho, caobilla, guapinol, avilla, palma, quirinduca, primavera o flor amarilla, bocote, álamo y ceiba” que plantan en los márgenes de los ríos y a modo de terrazas en áreas comunes. Además en el monte arbolado –según Juana- se encuentran remedios para todo mal:

“Hay yerbas como la santamarta para los granos, árnica de a montón, yerba de la víbora, la sosucua, las dos para piquete de alacrán, la pororicua, arbustillo que sirve para quitar el dolor y bajar la fiebre, el cordoncillo y la prodigiosa que se usa para quitar diabetes, la golondrina que tanto ayuda a aliviar piquete de alacrán como dolores, y cuando pegan ataques del corazón se hierve la flor de cempatzuchitl con la golondrina y ya… El tresdedos, muy medicinal para el dolor de oídos… El buje para el gastritis y las manchas blancas de piel...”.

El bosque es bodegón de beneficios. Aporta leña para el fogón, plantas medicinales y comestibles, hongos, palmas, bejucos, frutos y semillas forestales, que recolectan principalmente niños, niñas y mujeres. Los hombres cortan madera y hacen tablas, polines, morillos y carbón para sus viviendas, y también corrales y cercas que venden.

“Así –explica Juana- los hombres cortan madera para la leña, pero nosotras les decimos cuál leña nos gusta, que es el encino cuando ya se seca, para que la traigan. Ellos la trozan, la rajan, la acarrean… Otros árboles que crecen derechitos sirven para postes, como el encino negro y el amarillo y el changundo, y el varil que es bueno tableado para las casas y hacer cercas. Ellos los cortan con la motosierra. Nosotras no. Pero juntos hombres y mujeres, recogemos el buje que se da al pie del río, es medicinal, también se hace café de su fruta; y en la casa las mujeres lo preparamos ya machacado con una piedra. Es bueno el café ese, no perjudica”.

Las mujeres –dice Juana- “saben más de remedios que los hombres”. Su cercanía con el bosque es semejante al de ellos pero diferente “porque ellos se fijan en las plantas de otro modo que una”.

“Los buenos remedios los traemos nosotras del campo, son plantas que recogemos a la orillada de los arroyos y los ríos y que luego sembramos aquí en los solares… Las señoras mayores saben más que las jóvenes, tienen más experiencia y les enseñan… Yo aprendí remedios de mi mamá y mis tías, y así yo le enseño lo que vengo sabiendo a mis hijas, a mis vecinas, a las jóvenes, para que ellas lo sepan, curen a la familia y se lo digan a sus hijas”.

Los saberes “contra el espanto, el empacho, el diabetes” se transmiten entre mujeres de generación en generación, y las plantas que los curan se conservan y se aclimatan en los solares. Ellas se vuelven curanderas y educadoras desde jóvenes gracias a las madres y abuelas que enseñan los nombres de muchas buenas hierbas y el modo de prepararlas “para sacar la enfermedad del cuerpo”.

Además de los aprovechamientos maderables comerciales, que aquí poco se hacen, al bosque se le aprovecha de otro modo. Los árboles son más que madera en rollo o tablas para vender. “Habiendo árboles –decía una ecologista- hay agua, hay plantas, animales, hay vida, frescor, perfume, carbón, comida, remedios”. Pero también se dan cuenta de la degradación de sus bosques y de los causantes:

“Los bosques de pino han ido desapareciendo –explica una ecologista. Unos decían que para salir de pobres valía la pena tumbar los montes, aunque nos quedáramos sin bosque. Pero se acabó el bosque y la gente se hizo más pobre. Fueron las compañías las que se llevaron la madera… El bosque se fue perdiendo porque los ricos prefieren potreros… pasto en vez de árboles. Aunque luego sus vacas se mueran de sed. También es culpa de los campesinos que tumban y le echan lumbre al monte, porque no quieren aprender otro modo de sembrar”.

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