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Ver día anteriorJueves 17 de abril de 2014Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Michoacán: no hay tal normalidad
L

a reunión más reciente entre el comisionado Castillo y los líderes de las autodefensas de la Tierra Caliente dio paso a un acuerdo para el desarme que, en definitiva, busca la extinción formal de dichos cuerpos armados. Según los datos divulgados en los medios, la fecha clave es el 10 de mayo, cuando la Secretaría de la Defensa defina qué armas conservarán los ciudadanos mediante registro previo y la inscripción en las policías rurales de quienes decidan seguir en las tareas de vigilancia contra las bandas delictivas que han asolado el estado (‘‘El 10 de mayo, lo que son las autodefensas legítimas desaparecen y los que quieran decir ‘somos autodefensas y seguimos’ serán detenidos y los tendremos como falsos autodefensas’’, señaló Castillo en declaraciones recogidas por La Jornada).

Más allá de esa fecha límite, las autoridades estatales y federales dicen que actuarán con rigor para impedir la presencia pública de ciudadanos armados, en un intento de restaurar el orden y la paz perdidos por años enteros de impunidad y connivencia entre la delincuencia, entretejida a la vida municipal, y los poderes del estado, minados por su ineptitud para afrontar la crisis de la sociedad michoacana, sujeta como pocas a las determinaciones del orden global que incide en la migración tanto como en las perspectivas de las principales actividades productivas destinadas a la exportación.

La imagen que muestra a los representantes de las autodefensas y al comisionado votando a mano alzada a favor del acuerdo se presenta, pues, como un triunfo de la estrategia federal. Sin embargo, no debería inducir a un anticipado optimismo, pues entre los mismos comunitarios hay, por decirlo así, diferencias de intereses que pueden convertirse en algo más si el gobierno se equivoca en su búsqueda de equilibrios de por sí difíciles. Curiosamente, se clama por la inmediata desaparición de potenciales paramilitares, sin antes precisar quién ha estado detrás de cada grupo, aunque no se ocultan en los vehículos las siglas de esta o aquella asociación productiva, dejando en el aire más de una sospecha sobre la intervención encubierta de otros agentes criminales.

Se sobrentiende que el gobierno federal está dispuesto a aprovechar la energía y el conocimiento del terreno de las autodefensas, cuya actuación ha permitido asestar los más duros golpes a los templarios. Sin embargo, esta es la hora que no sabemos a ciencia cierta cómo se dará el paso hacia las policías rurales o en la formación de nuevas corporaciones municipales sin alimentar nuevos conflictos. Cualquier precipitación puede ser letal. No se olvide que los voceros de las autodefensas se han negado a entregar las armas sin condiciones, antes de que hubiera desaparecido el riesgo de un repunte de la criminalidad que sin duda amenaza directamente sus vidas. El gobierno por su parte ha reconocido algunas de dichas condiciones, entre otras la puesta en libertad de los comunitarios presos por portar armas y, probablemente, la revisión de los procesos montados contra líderes como Hipólito Mora, a cuya cabeza pusieron precio los arrepentidos y otros personajes fuertes creados por la marejada de intereses implicados en la configuración del movimiento. En tales circunstancias, la pregunta es ¿cómo conseguirán los gobiernos federal y estatal restaurar la institucionalidad que al perderse se llevó consigo el estado de derecho? ¿Restaurar el municipio libre? ¿Podrán lograrlo sin tocar los cimientos del arreglo político prevaleciente, sin ofrecer nuevos mecanismos de expresión para la ciudadanía, así como formas inviolables de autonomía para la vida municipal? De la recomposición política que es necesaria y obvia, sobre todo a raíz de la detención del secretario de Gobierno y ex gobernador del estado, se habla poco, como si la situación no exigiera soluciones de fondo, capaces de ir a la raíz con el máximo de participación ciudadana. La emergencia de las autodefensas lo mismo en las ricas zonas de Tierra Caliente como en las comunidades indígenas da cuenta de la magnitud del problema, que en rigor va más allá de la necesaria persecución de la delincuencia organizada, al mostrar la crisis de las instituciones del estado para afrontar un curso que viene de muy lejos, marcando las formas de convivencia entre la sociedad y el Estado, y también entre los partidos y la ciudadanía.

Tampoco se sabe qué pasará con la política de atención a las necesidades más urgentes, considerada crucial para la recuperación de la paz y la normalidad. A pesar del despliegue de funcionarios federales a Michoacán, no está claro cuál es la estrategia oficial para cambiar un orden injusto, desigual, capaz de servir como caldo de cultivo para la aparición de organizaciones criminales que en primera instancia proceden como un Estado sustituto ante la omisión de la autoridad para cumplir con sus tareas más básicas y elementales. La simple aplicación de recursos públicos para saldar los problemas sociales más graves no equivale a reconstruir en un sentido democrático el sistema cuya decadencia marcó la aparición de la crisis. La actuación del comisionado puede considerarse positiva en tanto se den pasos firmes para evitar el desastre mayor, pero esa no puede ser la fórmula final en un régimen federal como el que constitucionalmente priva en México.

Michoacán ha roto con supuestos y antecedentes conocidos: no hay tal normalidad a la cual regresar. La crisis viene de muy lejos, como es fácil percibir revisando la historia de las décadas anteriores. Por eso, urge un planteamiento político, social y moral que no puede sino ver hacia delante. Tal vez sea utópico exigirlo aquí y ahora, pero es obvio que la transformación que México reclama no debe ser ni la ciega adhesión a los valores de un mundo en vías de extinción ni tampoco la promesa de un futuro cuyo horizonte se limita a la imitación y el seguimiento del catecismo en boga.