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 Portada 
Presentación 
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      Hugo Gutiérrez Vega 
¿Qué entender por 
  arte contemporáneo? 
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Reforma educativa: 
  una propuesta 
  Ethel Krauze   
  
Carta de humo 
  y bomberos 
  Guilermo Samperio 
Lo que sabe el poeta 
  Juan Domingo Argüelles 
Las lecturas 
  de los políticos 
  Ricardo Bada 
  
Las erupciones 
  del alma: melodrama 
  y balada romántica 
  Gustavo Ogarrio 
Juan Gabriel 
  placer culposo 
  y cultura popular 
  Adriana del Moral 
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Columnas: 
        Bitácora bifronte 
        Ricardo Venegas 
        Monólogos compartidos 
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	 Las lecturas de los políticos 
	
  
      
        
        Hitler, Freud y sus lecturas
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    Ricardo  Bada 
	
	Allá por 1975, Heinrich Böll  publicó una amplia reseña de un libro titulado Las lecturas privadas de Sigmund Freud, donde Peter Brückner hacía el inventario de la biblioteca  particular del creador del psicoanálisis, y extraía de ello las más sabrosas  conclusiones, no todas basadas en su inventario, sino también en alguna frase  del propio Freud: “Para mí, fantasear y trabajar son una misma cosa, y fuera de  eso nada me divierte.” Comentario de Brückner: “En una persona con su capacidad  de trabajo no se puede excluir que tanto en uno como en otro caso, la  inclinación al libro haya reconciliado dos tendencias opuestas: la tendencia a  la pereza y la repugnancia hacia la inactividad.” 
	
    Haciendo hincapié en ello, Heinrich Böll  acierta al advertir que el problema esencial consiste en saber “si realmente se  puede separar la lectura profesional –por ejemplo, la de Dostoievsky, que sin  duda también era privada– de la lectura privada, por ejemplo Sterne y Dickens”.  
	Y luego, avanzando en su propio análisis  del inventario, Böll registra el hecho de que entre los autores preferidos por  Freud predominan los británicos, con la excepción del danés Jens Peter  Jacobsen, el holandés Multatuli (autor de ese clásico universal y desconocido  que es Max  Havelaar) y “el gran Cervantes. [...] Todos,  excepto Cervantes –sigue diciendo Böll– de la Europa nórdica o noroccidental,  todos de países donde había tenido lugar la  Reforma, donde las estructuras de la nueva eclesialidad ya se  desmoronaban considerablemente, y donde la  burguesía ya había avanzado mucho más de lo que se podía esperar en la  Alemania contemporánea de Freud. Como único católico (¿no sería mejor poner  ‘católico’?), queda Cervantes. Sin embargo, todos tienen algo en común: crítica de su sociedad, rebelión  contra ella, urgencia de introducir  reformas, indignación contra la hipocresía”. 
	Don Enrique (como yo bauticé a Böll) tituló  su reseña “¿Qué leía Hindenburg?”, y en el texto de la misma remachaba:  “Téngase en cuenta la importancia de las lecturas (privadas) de Hitler, después  de 1923, para la historia mundial.” Así pues, a Böll, Premio Nobel 1972, le  parecía significativo y hasta esclarecedor saber qué leen los políticos, y  elegía como paradigmático (para sus lectores  alemanes) al último presidente de la República de Weimar, a cuya muerte  Hitler asumió poderes omnímodos. 
	Permítaseme aquí una digresión acerca de la  importancia de las lecturas de los personajes literarios: en un artículo  publicado en este mismo suplemento, el 5/VIII/2007,  hablé del lector omnívoro cuyo exponente mayor es Emma Bovary, quien afirma en  un momento de la novela: “J’ai  lu tout.” Y puesto que, por su parte, Gustave  Flaubert aseguraba que él era Madame Bovary, ¿será pues que la heroína y su  autor leyeron ese mismo “tout”? Después de reseñar todas y cada una de las lecturas de Madame, espigadas en mi propia  lectura del libro, llegué a la conclusión –avalada por la correspondencia del  autor con su confidente Louise Colet– de que Flaubert sí leyó todo lo que nos  iba a contar que había leído Emma, su criatura. Sólo así pudo retratarla desde  tan adentro, entenderla y transmitírnosla. Un proceso inverso al de Don  Quijote: Flaubert accede a una lucidez clarividente acerca de su personaje  porque devora toda la basura con que también pensaba alimentarlo. Ello explica  el sufrimiento que padeció durante la escritura del manuscrito, que en  ocasiones lo puso al borde del colapso nervioso y el derrumbamiento físico.  
	Y volviendo a nuestro tema: otro Premio  Nobel, el ruso nacionalizado estadunidense Joseph Brodsky, en su discurso de  recepción en Estocolmo, 1987, avanzó un paso más que Böll: “En mi opinión, lo  primero que habría que preguntar a un posible dueño de nuestros destinos no es  cómo imagina el curso de su política exterior, sino cuál es su actitud frente a  Stendhal, Dickens, Dostoievsky. [...] Creo –no empíricamente, y lo lamento,  sino sólo en teoría– que, para quien ha leído mucho a Dickens, disparar contra  el prójimo en nombre de una idea es más problemático que para quien no lo ha  leído.” Pero en el mismo párrafo, curándose en salud, acotaba que “una persona  educada, culta [...] es, con toda certeza, capaz de matar a su semejante e  incluso de sentir, al hacerlo, un éxtasis de convicción. Lenin era culto,  Stalin era culto, y también Hitler (sic): en cuanto a Mao Zedong, incluso escribía versos. Ahora bien, lo que todos esos  hombres tienen en común es que su lista de disparos es más larga que su lista  de lecturas”. 
	¿En qué quedamos, pues, es o no es  importante saber lo que leen los políticos? Porque si nos atenemos a las  consecuencias, recordemos entonces que el diario moscovita Pravda publicó en 1994 un folletón en el que se hacía un inventario de la biblioteca  privada de Stalin, y que no se limitaba a un repaso de títulos, también recogía  algunos de los muchos comentarios escritos  por él en los márgenes de esos libros. Botón de muestra: Stalin  consideraba “extraordinariamente original” la observación de Anatole France  acerca de que las flores, al contrario que los seres humanos, enseñan  orgullosas sus órganos reproductores. Y la verdad es que debemos confesar que  la lista de los libros de Stalin impresiona por la variedad y la universalidad  de los temas que abarca. Baste decir que entre sus lecturas se contaban  Spinoza, Descartes, Kant, Pushkin, Flaubert, Maupassant, H. G. Wells, Jack London... y Dickens,  rebatiendo así de algún modo la confiadísima  suposición –o sólo esperanza– de Brodsky. 
	Sea como fuere, precautoriamente  siempre seguiremos creyendo, con Böll, que resulta bastante conveniente saber  cuáles son las lecturas de los políticos que  nos gobiernan: aunque sólo sirva para constatar que no dejaron huella  ninguna en ellos. Parafraseando al autor de Opiniones de un clown, podríamos aquí preguntarnos, sin ir más lejos: ¿qué  leía Franco? Corriendo como es lógico el riesgo de que algún espíritu mordaz  nos pregunte a su vez, cerrando inapelable la discusión: “Ah, pero Franco  ¿leía?”	   
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