Migraciones

“Quién controla, quién maneja la bola”*

La tarde era diáfana y la luz muy fina. Los resplandores repentinos de los relámpagos distantes contenían retumbos que nos alcanzaban. Podíamos sentir lo abierto del espacio pese a las nubes con forma de yunque que llovían el horizonte. Nosotros bajábamos veloces por la carretera rumbo a la ciudad. Acabábamos de pasar Tulancingo y pensábamos llegar al Distrito Federal en no más de dos horas.

La pendiente era empinada y formaba un triángulo entre el cielo azul, el asfalto y la cortina gris que se descolgaba de la masa cargada de rayos.

Al pasar el puente de la desviación de Teotihuacán comenzamos a sentir que el tráfico se atoraba. Parecía haber una descompostura del camino unos 300 metros más adelante y los carros comenzaban a apretarse a un solo carril, pegados a la valla de contención.

Conos naranja limitaban el espacio y redujimos el paso. De pronto vimos a unos diez hombres pegados a la malla. Todos con mochilas, trajes para caminar, y la mayoría con sombreros o gorra, lo que no impidió la requemada. Nos habíamos casi detenido y del costado izquierdo las figuras que crecían nos gritaban unos mientras murmuraban otros: Méshico, Méshico, una moneda, papi; oiga, padre, por favor, necesito subir por el camino, hombre; pana, mire, tengo hambre, señor, mire, señora, aquí un pesito; déme para un taco, tío, somos Centroamérica, hermano.

Las voces se mezclaban y entretejían en un solo rumor creciente que calaba y nos perforaba el lado izquierdo mientras atravesábamos la fila de muchachos, unos francamente niños, no todos tan rurales como uno esperaría, y algunos hasta un dejo banda de los barrios de Comayagüela, Guate o San Salvador: hasta un “brasuca”, por ahí detectábamos entre el champurrado de lo que oíamos.

Qué hacían ahí, fuera de ruta, fuera del circuito Puebla, Tlaxcala viniendo del Golfo y del Sureste. Aquí estaban, muy al norte y cruzaban por Tulancingo ¿buscando el DF para volver a trepar por Querétaro? ¿Venían de hacer ofrenda en Teotihuacán?

En segundos vimos al fondo al hombre fumando que miraba a todos los que pedían, ahi recargado en la valla. Tras de sí había una motocicleta Honda rojinegra y él, qué detalle, venía enfundado en un overol de cuero rojinegro también. Parecía vigilarlos a todos. ¿Era su capataz, su tirano que los obligaba a pedir dinero para liberarlos o catapultarlos de súbito hacia el Norte mediante corredores invisibles? Cuál era la exigencia.

Para el dinero que les cobran por poner en Nueva York a gente de comunidades mexicanas (hasta 6 mil dólares hoy en día), lo que pidieran a la gente de los carros era ridículo.

Lo indudable era que él y sólo él controlaba la acción y ellos lo obedecían.
Los dejamos atrás.  Unos quince minutos y muchos lomeríos y pendientes más cerca de la ciudad, la Honda pasó con un rumor grave que se fue volviendo zumbido agudísimo en un instante hasta volverse eco al alejarse en rojo y negro junto con otras tres máquinas que pasaron también retumbando el aire.

Un silencio incómodo invadió el interior de nuestro carro. Papi, soy Centroamérica, para un taquito, pana, mire, véame siquiera, man.

Ramón Vera Herrera

* frase tomada de Canción prohibida, de Hechos contra el Decoro