Opinión
Ver día anteriorLunes 31 de marzo de 2014Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Propósitos y procesos
L

as políticas públicas están hechas de esa estrecha mancuerna que forman los propósitos y los procesos. Los unos sin los otros son simplemente declaraciones que están más o menos cargadas de algún contenido, sea real o imaginario.

Las acciones que emprende un gobierno se presentan como objetivos, mismos que van definiendo de modo inexorable la relación entre quienes tienen un mandato para administrar las cosas públicas –los que legislan, ejecutan y juzgan– y los ciudadanos.

Independientemente de cómo se plantean tales propósitos, e incluso de si son o no bien aceptados por la población, es obligado que pasen por un proceso. Este puede entenderse de modo muy simple como el conjunto de las fases sucesivas por las que las medidas tienen que transitar en un tiempo determinado para su ejecución. Si no es así, acaban siendo letra muerta. Pero siendo así, no es una garantía de que se cumplan los objetivos y se satisfagan las necesidades que los generaron ni las expectativas con las que se asociaron.

Ahí está, precisamente, la cuestión que hace aparecer como un verdadero enigma a las políticas públicas; es decir, a las contradicciones entre cómo se plantean y se cumplen. La experiencia en este campo no es buena. En inglés hay un término curioso que define esta situación: conundrum, y se refiere a un tipo de acertijo que contiene una especie de doble sentido en cuanto a que los resultados pueden ser opuestos a lo originalmente planteado. Aquí podría hablarse de un cierto albur.

Recientemente escuché la presentación de un funcionario público que es parte de uno de los equipos encargados de aplicar un complicado proceso administrativo comprendido en una de las reformas recién legisladas en el Congreso. Me pareció, primero, un tipo sumamente preparado en su campo, y segundo, que fue afortunado uno de sus comentarios acerca de cómo se relacionan en la práctica política propia de nuestra sociedad los propósitos y los procesos.

Contó que en un intercambio reciente con funcionarios japoneses, éstos se asombraban de que en México se hicieran reformas en forma tan expedita y contundente (yo lo imagino como un servicio as en el juego de tenis) y que sólo después se plantearan los mecanismos y los instrumentos para aplicarlas, lo que en ocasiones llevaba meses o incluso años. Ellos, en cambio, señalaban que allá se discutían durante meses o años los procesos que había que seguir para conseguir un determinado objetivo, y luego se pasaba la legislación lo más rápido posible.

La distinción en las secuencias no es, por supuesto, un asunto trivial. No se trata únicamente de una diferencia entre el temperamento asiático y el carácter filosófico del sintoísmo y el budismo, frente a la idiosincrasia mexicana, tema que nos devuelve oportunamente estos días al centenario de Octavio Paz. Tiene que ver con los modos distintos de hacer política y, sobre todo de concebir e imponer el ejercicio del poder; aunque la esencia de ambos términos tenga mucho de común en todas partes. Hay matices y no me parecen despreciables como una cuestión eminentemente pragmática. Pero no somos japoneses.

Luego del raudo y disciplinado trabajo de los legisladores, este año comenzó con un marco legal modificado en un extenso espectro de las relaciones políticas, de las pautas administrativas y las profundas repercusiones económicas que de ellas se desprenden.

Estamos de lleno en la fase de los procesos y lo que se advierte es que los propósitos originales que animaron las reformas se están adaptando, poco a poco, a las condiciones políticas, estas sí de índole estructural que existen en el país. Esta rigidez estructural de la política se reproduce de manera palmaria en la arena económica.

Así pasa en la empedrada transición del viejo y deformado Instituto Federal Electoral al nuevo y no menos deforme Instituto Nacional de Elecciones; así pasa en la regulación de las telecomunicaciones donde peones y alfiles se mueven ágilmente por todo el tablero para defender a su rey que en esta partida es lo mismo blanco que negro. Pasa en el ordenamiento de la educación pública donde el proceso ha sido bastante rasposo y, también, en el terreno financiero y fiscal donde au hay que comprobar las hipótesis técnicas que sustentaron las nuevas leyes y disposiciones.

Está ya abierto el proceso en el campo de la definición de la competen- cia económica, cuyas repercusiones son clave para cualquier alteración relevante de la actividad productiva hacia una mayor productividad, nivel de inversión y crecimiento del producto y del empleo, así como de sus consecuencias sociales.

Las presiones son muy grandes para que no se mueva nada que ponga en entredicho el control que se ejerce en los distintos mercados. Y falta la extensa y controvertida materia energética. La cereza del pastel de las reformas. Las certezas de quienes promueven la reforma se corresponden de manera directamente proporcional las expectativas negativas de quienes la cuestionan. No hay en este términos medios.

El tiempo de este sexenio está pasando muy deprisa. La oferta política se expresó de manera contundente en los propósitos del vasto catálogo de las reformas.

Por ahora los resultados de los procesos en curso contrastan mucho con las interpretaciones oficiales.

La evolución no podía ser menos compleja y hasta contradictoria. De lo que está ocurriendo se puede desprender la impresión de que la mancuerna se ha ido aflojando. La política económica es, finalmente, un arte.