Opinión
Ver día anteriorJueves 13 de marzo de 2014Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Castillo de naipes
L

a televisión estadunidense ha recuperado una serie de origen británico, cuyo título en inglés es House of cards, que se traduce al español como castillo de naipes. La muy convincente actuación de Kevin Spacey y de Robin Wright nos adentra en una representación que es casi una caricatura del mundo de la baja política en el Congreso de Estados Unidos y en la Casa Blanca. Es el lado oscuro de los corredores del poder en Washington, o la versión negra de la serie West Wing de los años 90, que proyectaba una imagen más que benévola y azucarada de los mismos asuntos. En ese caso, el presidente de Estados Unidos era un crisol de virtudes cívicas y humanas, guiado por la suprema misión de hacer el bien. En cambio, en Castillo de naipes, el primero senador, luego vicepresidente, Frank Underwood, que representa Spacey, es un malvado que no conoce el remordimiento. Le cobra a la vida, y al mundo, la amargura de una infancia de privaciones. Está dispuesto a pagar cualquier precio, a incurrir en toda bajeza, con tal de lograr el poder, que consiste en la capacidad de manipular a los demás, utilizarlos para lo que se necesite y descartarlos cuando han dejado de servir. Es tal su habilidad para manejar al prójimo a partir de sus debilidades, por ejemplo la vanidad o la lujuria, que puede decirse que Underwood alcanza el poder mucho antes de llegar a la Casa Blanca. Lo logra porque sabe hacer de las ambiciones de otros los escalones que lo llevan a la presidencia del país más poderoso del mundo.

El gran tema de la serie es la perversidad de la política, que destruye todo lo que toca. Así, los personajes centrales son una ruina moral, carentes de escrúpulos, que no conocen más lealtad que su obsesión por el poder. La trayectoria ascendente de Underwood está sembrada de cadáveres de aliados y cómplices. Sus actitudes y comportamiento evocan a dos ex presidentes de Estados Unidos que están en la lista negra de su historia: Lyndon B. Johnson y Richard M. Nixon. Al primero no se le perdona la guerra de Vietnam, al segundo, Watergate.

A semejanza de Johnson, Underwood es un congresista de reconocida habilidad en sus tratos con los senadores, tanto de su propio partido como del contrario, que se sabe todos los caminos, rincones y recovecos de la negociación política, que es representada más como extorsión que como el toma y daca que es la esencia del acomodo entre intereses encontrados. Kennedy invitó a Johnson a la vicepresidencia precisamente por el profundo conocimiento que este último tenía del Congreso, con la esperanza de que lo apoyara en sus relaciones con los legisladores. Nixon, en cambio, parece inspirar la duplicidad, la intriga, el engaño, la soberbia ante la ley y la íntima convicción de que las transgresiones quedarán impunes.

Más allá de las posibles referencias históricas de los guionistas, a diario la realidad aporta materia a quienes creen que la política es sólo corrupción. Ahora mismo, la influyentísima senadora estadunidense Dianne Feinstein protagoniza un enfrentamiento con la CIA, que, aparentemente, en forma ilegal intervino las computadoras del equipo de la señora Feinstein para obtener un reporte que preparaban sobre cárceles clandestinas y métodos de tortura de los acusados de terrorismo que el gobierno de Washington mantiene en prisión, pese a que no han sido debidamente procesados. El conflicto es escandaloso no sólo porque una agencia del gobierno ha espiado a la rama legislativa, también porque la senadora había sido hasta hoy un pilar de la CIA.

El título Castillo de naipes también evoca la característica fragilidad de los arreglos entre poderosos, la debilidad de acuerdos sin fundamentos, cuyo cemento es el inestable equilibrio de intereses a merced del contexto de una historia cambiante. En México, entre nosotros también vemos los castillos de naipes que son los acuerdos entre los políticos, entre el gobierno y los empresarios, cuya precariedad no es producto de la astucia, sino del oportunismo.

No es cierto que nuestros políticos profesionales sean muy listos, es más bien que se las han ingeniado para encontrar la manera de beneficiarse ellos personalmente del poder al que acceden; y es que desconocen lo que le da sentido a la política, que es servir a los demás antes que a uno mismo.