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Luis Villoro: la inteligencia y la ética
N

o me refiero a la ética en el sentido doméstico y más inmediato de la palabra, sino a la elegancia de un espíritu que se manifiesta en la multitud de actos que realiza cada día, importantes o no. Por fortuna, tuve el privilegio de conocer a Luis hace más de cincuenta años, cuando nos reunimos varios amigos con la intención de hacer una revista política que, entre otros temas, fuera capaz de hablar de la huelga ferrocarrilera que encabezaba Demetrio Vallejo y que expusiera las razones de la revolución cubana, que hasta entonces, sin ningún género de equilibrio, recibía los denuestos más groseros de la gran prensa (un prensa enana y al servicio de los peores intereses): imagínense ustedes el caso actual de Venezuela multiplicado, pero además sin compensación, donde no se filtraba ni una voz ni una opinión mínimamente disidente.

Luis Villoro, Carlos Fuentes, Jaime García Terrés, Francisco López Cámara. Volteo la vista y sólo veo con vida a Enrique González Pedrero (¡por favor, muchos años más!) y al que esto escribe. Hicimos nuestro cuartel general en el café Karmel, en la Zona Rosa, de los suegros de Paco en aquel tiempo (y padres de Margo Glantz). Ahí se hizo este modesto intento de universitarios de romper no sólo con un silencio ominoso, sino con la cadena de infundios y mentiras más cínicos que se tejían en contra del sindicato ferrocarrilero y de su líder, y en contra de la revolución cubana y de sus heroicos líderes (la ayuda principal para la revista en ciernes – El Espectador– fue de don Jesús Silva Herzog). Como siempre, los intereses del oficialismo o las presiones estadunidenses estaban por arriba de la Constitución o de las mejores tradiciones de la política exterior mexicana (aunque debe reconocerse, en la perspectiva ya más amplia de estos cincuenta años, que el gobierno mexicano no rompió relaciones con Cuba, no obstante las brutales presiones del norte. Los dirigentes y el pueblo cubano lo han reconocido siempre).

También como siempre, en estas reuniones y decisiones la voz de Luis resultaba de una convicción, de una lógica irrefutable. La voz de un hombre sabio se escuchaba una y otra vez.

Otra ocasión especial de un encuentro mío con Luis Villoro, además de una frecuentación multiplicada durante los sucesos de 1968, que nos encontró invariablemente en las mismas barricadas de la protesta de los jóvenes, se dio en los años de 1969 y 1971, en que ambos, y seguramente por razones distintas, decidimos pasar nuestros respectivos años sabáticos en Londres. Luis esencialmente para proseguir sus estudios filosóficos; un servidor, para continuarlos en el campo de las ciencias políticas y sociales. Encuentros frecuentes además con otros amigos que nos enriquecieron y contribuyeron notablemente a hacer más sólida nuestra amistad y solidaridades.

En 1974, formando parte yo de una comisión del Consejo Universitario de la UNAM que se proponía contribuir en algo a la solución de la demanda masiva de estudios universitarios que por fortuna se presentaba en México, nos tocó a Luis y a mí participar en las decisiones y planeación original de la Universidad Autónoma Metropolitana (con el rector de la UNAM Guillermo Soberón), institución que tanta calidad y prestigio ha alcanzado con el tiempo.

Luis Villoro pasó a ocupar la dirección de la División de Ciencias Sociales y Humanidades de la Unidad Iztapalapa de la UAM, hasta 1978. Permaneció en el Departamento de Filosofía de esa División, como profesor-investigador de tiempo completo hasta 1983, año en que se reintegró al Instituto de Investigaciones Filosóficas de la UNAM. Luis Villoro fue miembro de la Junta de Gobierno de la misma institución.

Luis desempeñó muy diversos cargos académico-administrativos, como el de secretario de la rectoría de la UNAM, coordinador del Colegio de Filosofía de la Facultad de Filosofía de la UNAM y jefe de la División de Estudios Superiores de la misma, siempre con la misma inteligencia y calidad que eran parte inseparable de su personalidad. Pero menciono su función como embajador de México ante la Unesco, que me tocó proponer en tanto subsecretario de Relaciones Exteriores. (Cuando le comenté a Sepúlveda que Villoro había aceptado, me dijo ya me hiciste el día.)

No puedo dejar de mencionar brevemente otro motivo de admiración profunda hacia Luis: su cruce epistolar con el subcomandante Marcos, que ambos elaboraron con la mayor inteligencia y respeto, y que tuve la oportunidad de comentar con Luis, tal vez demasiado brevemente. El hecho es que Villoro nuevamente, con toda razón, hizo mención de la inteligencia, la valentía y la visión del pasado y el futuro del subcomandante Marcos. Creo que estas cualidades señaladas por Villoro con tanta convicción Marcos se las tiene ganadas en México y también fuera de México.

Obviamente el título de este escrito parafrasea el nombre de uno de sus principales, más importantes libros, El poder y la ética, que resulta una prueba más de la capacidad de Luis para penetrar con profundidad en distintos campos de la reflexión y el saber, en este caso el despliegue en la historia de ciertas ideas políticas. Tal vez una de sus virtudes mayores haya sido esa de re­correr distintos campos filosóficos sin fijarse en ellos, es decir, sin quedar adherido y paralizado en ninguno. Tal fue una de las virtudes que más admiramos en él, que más lo distinguen en la historia intelectual, en la historia de los intelectuales de este país. En una cosa, sin embargo, Luis sí se detenía y quedaba, se fijaba, en su pasión por el estudio de la condición de los más pobres, y en su protesta en su favor, en su militancia por ellos.

Se ha ido un gran mexicano que no se olvidará, que no olvidaremos. Un saludo muy cariñoso a todos sus hijos. Se ha ido su voz material, pero no la sustancia de sus palabras, que se recordará siempre.