Sociedad y Justicia
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Mar de Historias

Voces y murmullos

D

esde mi ventana miro la única jacaranda que sobrevive en mi calle. En cuanto le brotan las primeras flores azules marco el número de mi hermana Julia y le recuerdo el compromiso que desde hace cinco años tenemos con las señoritas Vargas: Rosario y Artemisa.

Rosario, la mayor, es quien me habla a finales de febrero para decirme lo que ya sé: pasarán dos semanas en Celaya, con sus tías. Siempre se refiere a ellas en la misma forma (Son muy ancianas, están solas, viven de adornar cirios y tejer manteles para las iglesias. Gracias a eso pueden sostenerse y no les falta nada, pero comprenderás que necesiten compañía) y siempre justifica el viaje con un argumento invariable: Sólo en marzo coinciden mis vacaciones con las de mi hermana. Las aprovechamos para visitar a nuestras viejitas, nuestras niñas, como les decimos de cariño a las tías.

(Sospecho que detrás de esa dulce expresión hay una casa, muebles antiguos, joyitas de familia y un terreno más o menos grande que, a su tiempo, alguien tendrá que heredar. ¿Quién mejor que dos sobrinas devotas y constantes?)

Rosario no se interesa por saber si mi hermana, que vive en Río Frío, está en condiciones de alterar su vida por dos semanas o si yo dispongo de ese tiempo. No pregunta nada. Sabe que Julia y yo accederemos a su petición debido a que mi mamá trabajó muchos años con ellas en su taller de bolsas y porque es nuestra única forma de agradecerle el préstamo que nos hizo cuando hospitalizamos a mi hermano, que en paz descanse.

II

Durante la temporada que las señoritas Vargas pasan en Celaya, Julia y yo nos mudamos a su casa. Es vieja, inmensa y tiene pisos de duela que siempre hacen ruiditos inquietantes. Además de limpiarla debemos mantenerla viva –palabras de Artemisa–, es decir, apegarnos a la rutina que ellas siguen desde la mañana hasta la noche. A esas horas, mientras cenamos, Julia y yo vemos la tele que está en el antecomedor. Con todo y que en las noticias se ven cosas terribles, las preferimos a las telenovelas. Antes de irnos a dormir recorremos los cuartos para asegurarnos de que todo esté en orden y apagamos las luces, excepto una muy débil, en el patio. (Orden de Artemisa.)

En esta casa enorme las noches son más largas que en la mía. Tal vez mi impresión se deba a que Julia se duerme en cuanto pone la cabeza en la almohada. No tengo a nadie más con quien hablar y para distraerme enciendo el radio. Como hay una antena al final de la cuadra, la única estación que se oye bien es la que transmite Voces y murmullos. El programa comienza a las 12 de la noche y termina a las cinco de la madrugada, tiempo suficiente para que pongan música, den recetas de cocina, lean frases célebres o la noticia del día. Lo mejor de todo es que el público puede llamar a la cabina y contarle su vida a Ray, el conductor.

La mayoría de los espontáneos son mujeres. Me parece que nunca dicen sus nombres reales. A lo mejor por eso hablan con una libertad envidiable de todo: desde su vida sentimental hasta su menopausia, sin que falten descripciones precisas de sus enfermedades. Sólo al término de su intervención se muestran algo inseguras. Coquetean. Piden disculpas por lo mucho que hablaron, por sus accesos de llanto y sus titubeos. Ray las anima, les dice que no faltaba más, él comprende; lo importante es comunicarse, abrir el corazón, recordar que la noche está poblada de voces y murmullos. Hay que saber oírlos. Suspira y manda a corte.

III

En Voces y murmullos se escuchan historias muy especiales y hasta increíbles, como la de Lorenzo. Se identificó sin titubeos. Nunca había sido nada más que jardinero y estaba por cumplir 80 años. Debido a un accidente de trabajo le habían amputado la pierna izquierda. Rechazó la prótesis de aluminio y eligió una de madera. (Después de todo, dijo, nada más indicado para una persona de su oficio.)

Recuerdo lo mucho que me reí cuando Lorenzo describió sus dificultades y tropiezos para acostumbrarse a la pata de palo y perder el miedo a no sentir la extremidad, a caerse, a tropezarse e incluso a que se la robara algún canalla del barrio. A fuerza de mucho entrenamiento logró sobreponerse y caminar con agilidad. Se sintió satisfecho y seguro de que no enfrentaría una prueba más difícil por el resto de su vida.

Comprendió que era un error cuando la señora –no especificó si se refería a su esposa, a una amiga o a una simple conocida– lo hizo ver que los dos ya estaban grandes y no tardarían en irse. Lorenzo aclaró que desde niño su madrina le había enseñado a entender la muerte como el paso inevitable hacia otra vida. Estuvo listo para darlo sin temores, como algo natural, hasta que pensó en algo: ¿cómo iba a presentarse ante Dios con una pierna, si él lo había mandado al mundo con dos? Mientras no encontrara una respuesta digna de ser escuchada por el Padre Eterno le era imposible morirse por más que su cuerpo le gritara por los poros y las articulaciones que era el momento de partir.

Don Lorenzo lo había dicho todo. Esperaba el consejo de Ray. El conductor no estaba listo para eso y pidió ayuda a los radioescuchas. Entre todas las sugerencias, la más sensata fue la de una mujer. Le recordó a Lorenzo que Dios lo ve todo, lo sabe todo, lo comprende todo, lo perdona todo, hasta un crimen, con más razón la falta de una pierna. Lorenzo dijo algo incomprensible y colgó. Después de una breve reflexión y un suspiro, Ray mandó a corte.

IV

Siempre que vengo a cuidar esta casa, para no aburrirme cuando Julia se duerme y ya no podemos seguir con la plática, enciendo el radio para escuchar Voces y murmullos. En cinco años, en ese programa he oído casos increíbles: parejas que se rencuentran después de años de no haberse visto, deudas que se saldan, ilusiones que se cumplen al borde de una vida, amigos que se reconcilian, madres que confiesan sus faltas. De todas esas historias, la más conmovedora para mí sigue siendo la de Lorenzo, el jardinero. La recuerdo con frecuencia, en especial cuando empiezan a florecer las jacarandas.