Opinión
Ver día anteriorJueves 20 de febrero de 2014Ver día siguienteEdiciones anteriores
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D.F. Bipolar
L

a dramaturga Ximena Escalante, que nos deslumbró con Fedra y otras griegas y continuó por un camino en que no quiso replicar temas y formas de su exitoso comienzo, –desde Salomé hasta Colette– fue perdiendo calidad en su escritura, lo que resultó ya muy evidente en Tenesse en cuerpo y alma y ahora presenta un texto muy fallido, como un plato a medio cocer, o mejor, sin orientación perceptible, D.F. Bipolar en el que supuestamente se indaga en lo que puede ser presenciar un asesinato en la mitad de la noche o la madrugada. La razón del crimen nunca se dilucida y no es lo que importa, sino lo que el testigo haga, después de quedar paralizado por el temor, tanto a la asesina como al hecho en sí mismo. Tan interesante planteamiento, propio de un thriller psicológico a lo Alfred Hitchcock, deriva en lo gratuito, a pesar de que es verdad de que un drama no es ni debe ser a la fuerza totalmente razonable.

Lejos de ser la anatomía de un crimen, como asegura el director Antonio Castro en el programa de mano, el texto de Escalante intenta ser un viaje al Inframundo por encima del cual transcurre la vida citadina. La pregunta de qué hacer si se es un testigo inocente de un crimen, es respondida de manera absurda en la obra, onírico si se quiere aceptar las palabras del director recogidas por Carlos Paul en estas páginas, aunque nada en texto y representación avala lo de onírico, sino la gran atracción de Escalante por lo no real, lo que no estaría mal si la dramaturga lo manejara con más pericia o, por lo menos, con alguna claridad en su planteamiento. Tal como está la obra, la interpretación que puede hacerse es tan inhábil como texto y dirección. Si al ser apuñalado el hombre pierde un zapato, el deber del testigo sería recoger el calzado y buscar al muerto por todas partes para calzárselo, incluso bajar por una trampilla hasta ese Inframundo en donde encontrará a víctima y victimaria tan campantes y bien avenidos. Tampoco se pueden aceptar las palabras de Castro de que quedan al descubierto las acciones de cada personaje según los puntos de vista de cada uno, un poco a lo Rashomon de Akira Kurosawa (esto último es acotación mía).

La acción, que se supone mostrar la bipolaridad de una sociedad fracturada por la pasividad, (lo que siento que nunca me fue mostrado, y tampoco, por lo que sé, a otros espectadores, ya que unos personajes sin relieve poco representan la vida nocturna del Distrito Federal y mucho menos la bipolaridad, que si es muy posible, de la capital pero que la obra no presenta, por lo que incluso el título es engañoso) es comandada por quien fuera el testigo y que ahora es una especie de agente del Averno, porque ubica a cada quien en su lugar, aunque sin apariencia de maldad. En el Inframundo hay un sillón volcado que es levantado por quien el director escénico declara haber introducido en el texto y lo llama alguien oscuro como un personaje que representa a cierta gente morbosa cuando ocurre un accidente y quien en realidad hace las veces de la sombra del teatro oriental, que entrega los objetos necesarios a cada actante y se oculta tras una capucha negra de su lustroso traje.

El sillón volcado y levantado, antes de volver a ser volcado, en donde la mujer es acomodada casi de cabeza sin otra razón perceptible que lucir sus bellas piernas, muy visibles con la bata roja –que ahora viste y que es parte del vestuario diseñado por Ingrid Sac– levantadas sobre el respaldo, es una pequeña parte de la escenografía de Xóchitl González, consistente en un tramo de escaleras de hierro casi oculto por blancas telas que se agitan. La escenografía es completada por la iluminación de Víctor Zapatero y el videoarte de José Solís que presenta diferentes proyecciones en el fondo de la escalera y en las agitadas telas blancas. La coreografía es de Ruby Tagle y el audio de Miguel Hernández.

Las actuaciones no rebasan lo correcto. Ariane Pellicer apenas hace algo más que lucir su palmito y decir sus parlamentos, Antonio Rojas es un actor del que no tenía noticia y aquí se preocupa por enunciar sus diálogos y por seguir las instrucciones del director, Humberto Solórzano poco aprovechado, Bárbara Foulkes es la sombra.