Opinión
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Infancia y sociedad

Cien años en soledad

S

i la calidad de vida de la infancia es, como aseguran especialistas, un indicador más preciso que los índices económicos para medir el desarrollo humano de un país, podemos afirmar que en los pasados 100 años o más México no ha mejorado como sociedad, ya que nuestra infancia padece el mismo abandono y violencia de antaño; incluso, agravada hoy por su numerosa inserción en la delincuencia organizada, por la falta masiva de oportunidades y por el aumento notable de cuadros de depresión y suicidios infanto-juveniles.

De lo antiguo del abandono infantil y sus muchas variantes da cuenta una publicación del Instituto Nacional de Antropología e Historia que, con el título Los niños. El hogar y la calle, recoge 13 ensayos de excelencia sobre diversos ángulos de esa temática. Las coordinadoras del valioso material son María Eugenia Sánchez Calleja y Delia Salazar Anaya, investigadoras de la dirección de Estudios Históricos del INAH.

Los trabajos están agrupados en cinco temáticas: educación moral y cívica del infante; educación, lectura y protección de la niñez; niños y niñas en riesgo y reclusión; infancias en tránsito permanente, e imágenes e imaginarios del niño.

Los ensayos abordan la vida de los niños en México (incluidos los exiliados), desde mediados del siglo XIX hasta poco más de la mitad del XX. El libro contiene ilustraciones y fotografías muy elocuentes sobre el desamparo y la indiferencia de una sociedad que no se reconoce en su infancia ni aprecia cuánto se juega en ella su futuro.

Ante la imposibilidad de reseñar aquí cada ensayo, quiero compartirles una cita que hace Anna Ribera Carbó, en Infancia y revolución social: los niños en el pensamiento anarquista. Es un pensamiento del gran pedagogo libertario Francisco Ferrer, quien en su libro La escuela moderna, escribió:

“No tememos decirlo: queremos hombres capaces de evolucionar incesantemente; capaces de destruir, de renovar constantemente los medios y de renovarse ellos mismos; hombres cuya dependencia intelectual sea la fuerza suprema, que no se sujeten jamás a nada; dispuestos a aceptar lo mejor, dichosos por el triunfo de las nuevas ideas y que aspiren a vivir vidas múltiples en una sola vida. La sociedad teme tales hombres: no puede pues, esperarse que quiera jamás una educación capaz de producirlos.

Pero aunque el Estado y sus clases protegidas se opongan, hemos de continuar la batalla, en diferentes trincheras, por una educación libertaria y contra la pobreza infantil: que nuestros niños no pierdan su infancia ni tengan que esperar a ser viejos para recibir atención del gobierno.