Opinión
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Tierra (no) prometida
H

artmut Rosa acuñó recientemente una metáfora que describe la ironía (o mejor dicho: la condición) de la vida en los tiempos actuales: correr, correr, correr para quedarse siempre en el mismo lugar. Una suerte de aceleración estacionaria. Se trabaja cada vez más y con más prisa (cuando hay trabajo), la comunicación y el moka se han vuelto instantáneos, la hipermultiplicación de la información derrota los intentos (cada vez más frugales) de hacerse de alguna convicción mínimamente duradera. La modernidad tardía se ha revelado como un mundo regido por la premisa que todo instructor de patinaje debe hacer entender a quien se inicia en la pista de hielo: es la velocidad la que hace posible la estabilidad. Y acaso el dilema constitutivo de un orden en el que todos corren para no avanzar es que abate, por donde se lo mire, cualquier ensayo de fijar un sentido de dirección u orientación.

El mundo político ha reaccionado de múltiples maneras a este vértigo de la inmovilidad. En la caricatura El coyote y el correcaminos se adelanta una de ellas. El correcaminos sale casi siempre disparado al vacío sin darse cuenta. Va demasiado rápido. Ahí en el vacío se queda suspendido por un momento en el que agita las patitas febrilmente, corre sin moverse…antes de caer.

En los años 90, las primeras reformas estructurales se anunciaron como la promesa de la tierra prometida que el legado de la Revolución nunca había logrado encontrar. Finalmente el primer mundo a la vista. Muy pronto, con el derrumbe económico de 1995, sus saldos iniciales apuntaron en la dirección más bien contraria: el primer círculo de un caos en el que las únicas cifras que se consolidaron fueron las de la pobreza, el desempleo, la deserción escolar, el abatimiento de la clase media y los enriquecimientos súbitos e ilícitos de una nueva clase empresarial.

Cuando los panistas llegaron a Los Pinos en el año 2000, su argumento era que los priístas habían sido incapaces de impulsar las reformas, por lo que ellos tomaban el relevo. El problema no era la forma y el contenido de los cambios estructurales, sino que faltaban muchas iniciativas por realizar, más radicales aún. El panismo las emprendió. Ya para entonces la noción de reforma estructural empezaba a tomar su forma precisa: el capitalismo, así fuera salvaje, era mejor que cualquiera de las soluciones existentes. Los saldos de esta segunda ola de reformas resultaron más catastróficos aún. Junto a la devastación económica y social, apareció la sórdida realidad del crimen organizado.

Desde 2008 empezó a ser claro que se advertía un fenómeno mucho más complejo que el de la multiplicación de bandas criminales. En principio, se trataba de la criminalización de las viejas estructuras políticas locales (gobernadores, caciques, sectores del Poder Judicial y burocracias locales, policías municipales) para hacerse del poder a través de las armas y la economía que proveían los nuevos flujos de la globalización.

Al reducir la esfera pública, al privatizar no sólo la economía, sino extensos espacios de la vida cotidiana, el tecno-liberalismo propició el surgimiento de un monstruo que creció en sus propios patios interiores. ¿Si a escala nacional se privatizaba la educación, la salud, las empresas públicas, por qué no privatizar a nivel local las bases mismas del poder regional?

Las maquinarias políticas y micropolíticas de violencia se transformaron en un breve lapso en fulminantes fuerzas autónomas de la Federación y del tejido gubernamental (por más que se nutren de él). En rigor, en muchos lugares han expropiado al Estado las fuentes mismas de su poder sustituyendo la fuerza de (la) ley por la ley de la fuerza. En Michoacán, Guerrero, Tamaulipas y otras regiones las poblaciones afectadas decidieron optar por el único recurso a su mano: protegerse con las armas. Siguió la espiral. Un sector de la sociedad enfrentado con las armas a otro sector. ¿Ha estallado una guerra civil en esas regiones?

Y la pregunta central, al menos desde la perspectiva de la esfera pública nacional: ¿no acaso propiciaron las reformas estructurales las condiciones del conflicto? El sueño liberal de los años 90 ha terminado en la pesadilla, también liberal, de 2014. ¿No es acaso hora de detenernos al menos a reflexionar?