Opinión
Ver día anteriorDomingo 8 de diciembre de 2013Ver día siguienteEdiciones anteriores
Servicio Sindicado RSS
Dixio
 
Mar de Historias

Sólo por eso

T

an mala que había sido para las matemáticas en la escuela y sin embargo Virginia sabe que el funcionamiento de su vida depende en buena proporción de los números que tiene memorizados. (Pierde libretas y papeles con anotaciones pero nunca olvida.) Corresponden a los domicilios y los teléfonos de sus hijos, a su cuenta de ahorros, a fechas importantes, a los días de pagar créditos. Por si fuera poco, durante sus horas de trabajo hace operaciones matemáticas tan pequeñas como el monto de sus ventas.

Todos los días Virginia sale con su canasta de empanadas y segura de que no le faltarán clientes; en cambio ignora cuál será su derrotero. Los pies se lo dicen, la empujan hacia un rumbo. Antes Virginia intentaba ejercer su voluntad y elegir sus caminos. Dejó de hacerlo el día en que por azar encontró a Ricardo Santos, su antiguo vecino y compañero de escuela, haciendo cola a las puertas de un dispensario repleto. De no haber sido por esa casualidad ella no habría saldado una antigua deuda de conciencia.

II

Virginia pudo adivinar la clase de vida que Ricardo llevaba con sólo ver su atuendo y sus lentes atados con una agujeta. De seguro él también sacó sus conclusiones ante la canasta llena de empanadas y papeles de estraza. Los dos evitaron los temas personales. Hablaron de otros tiempos. Casi todas las noticias que Ricardo le dio acerca del barrio fueron tristes. Los ailes del jardín habían sido talados y los antiguos rectángulos de pasto se asfixiaban bajo inhóspitas losas de cemento. En el terreno de Las Privadas Géminis, tan célebres por los altares de diciembre, se levantaban dos edificios de 14 pisos inconclusos desde hacía años. El kínder de la maestra Socorro era bodega de cartón y de la peluquería de Benny quedaban dos paredes y una cortina metálica enmohecida que protegía los yerbajos siempre brotados sobre el abandono.

Ricardo estaba resignado a aceptar semejante deterioro como algo natural en una ciudad caótica; en cambio lo afligía el hecho de que sólo quedaran en el barrio unas cuantas familias conocidas: Los Alvarado Torres, los Martínez Baquedano, los Ochoa Téllez, los Hernández Gómez. Virginia lo interrumpió: Y los Santiago Luna, ¿se fueron o siguen allí? Ricardo entrecerró los ojos tras sus lentes bifocales: Puede que sí pero no estoy seguro. Virginia sintió un golpe en el pecho, el mismo que la dañaba al recordar lejanos días de escuela.

III

Virginia pierde libretas y agendas pero nunca olvida. El salón de clase en donde ella y Ricardo fueron compañeros tenía piso de madera y techo alto. Las paredes con manchas de humedad estaban parcialmente recubiertas con mapas, esquemas, gráficas, trabajos manuales descoloridos y lemas referentes a hábitos de higiene y buena convivencia. Entre estos últimos destacaba uno que Virginia se encargó de fijar con tachuelas: No hagas a los demás lo que no quieras para ti mismo.

Mientras Ricardo insistía en sus motivos para permanecer en el barrio, Virginia siguió el paso de sus recuerdos. El 3º A olía a papel, a madera y a los condimentos de las tortas guardadas en las mochilas, cada una con el nombre del alumno escrito en una cartulina y protegido por una mica: Ricardo Santos Olvera, 3º A. Presente. Virginia Zambrano Aceves. Presente. Petra Santiago Luna. Silencio. Niña: te estoy hablando. Tienes que decir presente porque si no te pongo falta.

Desorden, risas, murmullos. Es cambuja, no sabe hablar. Un charquito bajo el mesabanco de Petra. Carcajadas, llanto. La huida. ¿A dónde vas, niña? La mochila caída. Virginia alcanzó a ver sobre las duelas un lápiz amarillo y dos tacos envueltos en una servilleta con flores bordadas, primorosas.

Virginia quiso dudar de su buena memoria pero siguieron apareciendo los pormenores de aquella mañana en que Petra salió huyendo del salón para no oír las burlas de sus compañeros cuando la escucharan expresarse con su habla anfibia doblemente hermosa, mitad español mitad zapoteco. Petra huyó también para no afrontar la vergüenza de ver sus orines. El conserje los limpió mientras todo el 3º A (menos Petra) hacía gestos de asco o se tapaba la nariz.

Al lunes siguiente Petra reapareció en la escuela acompañada por su madre. Antes de separarse, ella le alisó las trenzas y le murmuró (tal vez en su lengua antigua y hermosa) palabras que pudieron ser de aliento y de consuelo: Eres una muchachita muy linda que debe estudiar y aprender. Obedece a tu profesora y no hagas caso de lo que te digan tus compañeros. Si te gritan algo feo me cuentas para que los acuse con la directora.

IV

A pesar de los años transcurridos Virginia recuerda la expresión temerosa de Petra conforme avanzaba a su lugar en la fila y la manera en que, a título de saludo, sus compañeros de grado le expresaban su asco y su desprecio cubriéndose la nariz y haciendo gestos ominosos.

Aquel lunes sonó la campana. En su turno los alumnos del 3º A desfilaron a paso redoblado en orden, en silencio. En el aula se escuchó primero la advertencia de la maestra: Al que sorprenda molestando a Petra le bajo cinco puntos. La amenaza surtió efecto. En el salón nadie volvió a burlarse de la niña zapoteca, ni a llamarla cambuja, patarrajada, meca. Para eso tenían el patio de juegos a los que Petra no era invitada, el espejo mohoso del baño en donde aparecían (escritos con inocentes crayolas) insultos contra ella. Pero lo mejor para hostigarla era el trayecto entre la escuela y la esquina en donde Petra daba vuelta rumbo a su casa.

A lo largo de ese tramo sus compañeros iban detrás de Petra riendo, murmurando, empujándola como por accidente, llamándola con nombres absurdos, calificándola de india-meona-apestosa, interponiéndose en su camino, presionándola contra alguna pared y amenazándola hasta hacerla temblar. Los transeúntes calificaban la escena como bromas pesadas, locura de muchachos.

V

Por primera vez, gracias a su encuentro con Ricardo, Virginia se preguntó qué había detrás de aquel juego perverso que transformaba a los compañeros del 3º A en verdugos de Petra. No encontró más respuesta que una viva sensación de culpa. Nunca había agredido a la niña zapoteca pero siempre guardaba silencio ante la tortura de que Petra era víctima sólo por hablar una lengua incomprensible para ellos y vestirse con ropas distintas. Sólo por eso la habían hecho infeliz y luego la habían forzado a abandonar la escuela.

Virginia apenas se dio cuenta de que Ricardo la miraba en silencio, a la expectativa. ¿Qué pasa? Nada, es que te pregunté si acostumbras venir a este dispensario y me contestaste: Sólo por eso. No entiendo. Yo sí, y me avergüenzo. Sabía que toda explicación iba a ser inútil y se despidió de Ricardo.

Caminó de prisa hasta la parada del autobús que la conduciría a su viejo barrio, a la casa de Petra. Virginia pensó que tal vez no fuera tarde para pedirle perdón.