Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 17 de noviembre de 2013 Num: 976

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Scerbanenco,
el escrutador

Ricardo Guzmán Wolffer

Para desmitificar a
Gabriela Mistral

Gerardo Bustamante Bermúdez

Else Lasker-Schüler: tan compuesta y a deshora
Ricardo Bada

Molotov: una bofetada
fiera y perfumada

Gustavo Ogarrio

Pushkin: trueno de cañón
Víctor Toledo

Bailar La consagración
de la primavera

Norma Ávila Jiménez

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Columnas:
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Artes Visuales
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Luis Tovar
Twitter: @luistovars

Ad(o/a)ptadas

El término “adoptación” no existe, pero sería inmejorable para definir, en una sola palabra, la idea que da sustento y estructura a las historias que se cuentan en dos películas mexicanas actualmente en exhibición: Los insólitos peces gato (Claudia Sainte-Luce, 2013) y Mi universo en minúsculas (Hatuey Viveros, 2011).

Ópera prima en largometraje de ficción de su autora, Los insólitos… fue parte de la sección competitiva en el Festival de Cine de Morelia, como lo es del hoy concluido Baja International Film Fest (BIFF), además de ser una de las cuatro cintas mexicanas dentro de la programación de la actual Muestra Internacional de la Cineteca. La presencia reiterada de la película en los espacios que, dada su naturaleza, le son propicios –festivales y muestras, aunque una cartelera comercial menos torpe y pobre que la padecida habitualmente no le debería hacer el feo–, obedece de manera estricta a la calidad de su factura y a la eficacia narrativa que supo imprimir a su trabajo la guionista y directora.

Si se habla de adopciones que son adaptaciones, como sucede aquí, consecuentemente –o antecedentemente, mejor dicho– se habla de orfandades y, con ellas, de carencias, insuficiencias o ausencias afectivas; déficit en el corazón, para cualquiera de los casos, que de un modo u otro ha de subsanarse. Si la soledad, como aquí ocurre, no es el resultado de una elección consciente sino el derivado de una situación prevaleciente, de la que no se es partícipe o actor sino mera víctima; si esa soledad es una suerte de imposición, sólo puede vivirse a tropiezos, a contracorriente y a disgusto, por más que un atávico instinto de conservación haga capaz al solitario –aquí, a la solitaria Claudia, una Ximena Ayala desempeñando muy bien el papel de una joven agridulce, arisca por necesidades defensivas– de siempre arreglárselas por su cuenta, acostumbrada como está lo mismo a dar por hecho que no necesita de nadie, como a suponer que nadie la necesita a ella.


Mi universo

En un mentís a ese tinglado endeble de suposiciones consiste la trama de Los insólitos peces gato: carente de una familia, inexperta en el difícil arte de la convivencia entre seres humanos, Claudia se adapta cuando es adoptada por un núcleo familiar que nada tiene de disfuncional (palabrita, esta última, de la que en tiempos recientes abusa Mediomundo a la hora de hacer lo poco que sabe: repetir términos puestos de moda, que poco explican pero le suenan bien, creyendo que con lugares comunes de nuevo cuño es posible hablar plausiblemente de una película o de cualquier otra cosa), puesto que, de hecho y con todas sus excentricidades, funciona en aquello para lo que una familia se instituye: para servirle a sus miembros como soporte material e, igual de importante, como ámbito para que desarrollen un sentido de pertenencia, es decir, para que la soledad, que no la individualidad, tenga un freno. Pero también al revés: extinta su figura tutelar, la familia es adoptada por Claudia y a ella se adapta cuando adopta la personalidad, los hábitos y la visión vital de un nuevo miembro recién incorporado.

En el Otro, Uno

Como aquélla, a Aina, la protagonista de Mi universo en minúsculas –la española Aida Folch, cálida y creíble– le sucede encontrar lo que no estaba buscando: vínculos afectivos con personas que, desde su perspectiva, parecieran salidos de la nada, si bien desde el punto de vista del espectador más bien es al contrario: érase una joven española que viene a Ciudad de México a buscar a su padre, sin más orientación que el nombre y el número de una calle que se llama como decenas o cientos de calles. El desplazamiento de Aina en busca de la proverbial aguja en el pajar, literalmente por todos lados de la metrópoli, es una alegoría simple pero efectiva de la tan traída y llevada búsqueda-de-uno-mismo. El plus, en este caso, consiste en que los hallazgos no se verifican en el yo de Aina ni se conjugan en primera persona del singular, sino en las tres que conforman el plural: del “ellos”, los ajenos que a su paso va conociendo, pasa al “ustedes” cuando empieza a contactarlos, y finalmente accede al “nosotros” cuando insensible, lenta y delicadamente, gracias a la generosidad de sus nuevos congéneres, acaba sabiéndose una más.

Adaptadas y adoptadas, ahítas de una orfandad que por fortuna no ha calado hasta el fondo de sus almas, Claudia y Aina simbolizan bien una búsqueda que no por vieja es menos acuciante: la de saberse y sentirse un Uno que forma parte de un Otro que lo explica, lo resguarda y, sobre todo, que lo quiere.