16 de noviembre de 2013     Número 74

Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER

Suplemento Informativo de La Jornada

El TLCAN y el maíz:
una reflexión a 20 años*

Kirsten Appendini [email protected]


FOTO: Archivo de Proyectos

En 2011 México importó 8.7 millones de toneladas de maíz, o sea la mitad de la oferta total del grano. Si bien ese fue el año del desastre climático que afectó las cosechas, principalmente en el noroeste, la dependencia alimentaria ha tendido a crecer desde la liberalización del maíz: se importó 39 por ciento de la oferta nacional en promedio en 2009-2011. Tan sólo entre 2005 y 2010, la tasa de incremento anual de las importaciones de maíz blanco fue de 40.5.

Por otra parte, el promedio anual de producción entre 2009 y 2011 fue de 20.2 millones de toneladas de maíz (principalmente blanco), cuando en 1990 fue de 14.6 millones. Logro nada despreciable en el contexto del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN). En 1990, 20 millones de toneladas hubieran satisfecho la demanda interna de una población de 83.9 millones, pero en 2010 los habitantes sumaban ya 112 millones. La producción nacional actual se logró con base en el crecimiento de los rendimientos en las tierras de riego, mientras que la superficie sembrada total se mantuvo alrededor de 7.8 millones de hectáreas.

¿Es que fueron erróneas las previsiones que hicieron los tecnócratas neoliberales “optimistas” o los anti-TLCAN defensores de la exclusión del maíz en el capítulo agropecuario –“pesimistas”-, sobre el desplome de la agricultura maicera una vez entrado en vigor el TLCAN? Previsión que compartían ambos lados del debate en torno al TLCAN y el maíz.

La estrategia para lograr la eficiencia y competitividad en la agricultura fue el programa de “modernización para el campo mexicano”, que lanzó en 1990 el entonces presidente Carlos Salinas. Su instrumentación fue bastante más compleja. En un momento en que aún se cuestionaba la legitimidad electoral del gobierno, no se podía ignorar al campesinado organizado, cuya mayoría había sido un pilar de los sucesivos gobiernos (del PRI). Salinas debía construir los acuerdos con los grupos organizados para realizar los cambios institucionales necesarios para lograr las reformas de la política agrícola: el fin de apoyos a la producción y comercialización con recursos públicos –crédito, asistencia técnica, precios de garantía, empresas paraestatales específicas- y las reformas a las leyes que regían la propiedad social – el Artículo 27 constitucional-. Reformas que antecedían las condiciones de la firma del TLCAN.

Este proceso no estuvo libre de tensiones. Para mitigarlas, el gobierno promovió una política de concertación que apoyaba proyectos productivos de grupos de productores organizados, pero fueron acciones muchas veces específicas y para actores focalizados, lo cual dividió y mantuvo a productores y organizaciones en una situación de fragmentación e incertidumbre. Finalmente, se lanzaron los grandes programas para el campo que definirían los recursos al sector –a manera de transición-. Fueron resultado del proceso de negociación para tener un consenso, o por lo menos fragmentar la oposición al modelo global: el Programa de Apoyos Directos al Campo (Procampo); el Programa Nacional de Solidaridad (Pronasol) y el Programa de Certificación de Derechos Ejidales y Solares Urbanos (Procede).


FOTO: Archivo de Proyectos

En el caso del maíz, interesa en particular el Procampo, anunciado en 1993. El programa fue agitadamente debatido, pero al final los productores, incluyendo el sector campesino, lo aceptaron. Se “vendió” con el discurso “campesinista” como un subsidio incluyente, ya que beneficiaría a todos los productores, y no sólo a aquellos que vendían a la Compañía Nacional de Subsistencias Populares (Conasupo); para los grandes, era una buena renta por cada hectárea.

El año 1993 fue clave, se negociaba el capítulo agropecuario para el TLCAN, a pesar del reclamo de importantes sectores del campesinado organizado y de la sociedad civil en contra de su inclusión en el Tratado. Para la agroindustria y los grandes productores pecuarios, incorporar al maíz y granos y oleaginosas en general era clave para abaratar los insumos que utilizaban. Obviamente, este sector concordaba con la posición oficial, en particular de la entonces llamada Secretaría de Comercio y Fomento Industrial (Secofi), que estaba al frente de las negociaciones. Se logró, no obstante, calificar tres cultivos como sensibles a la liberalización inmediata: maíz, frijol y leche en polvo. Un periodo de 15 años fue otorgado al maíz, con una cuota de importación libre de arancel para el promedio histórico de importación, y una tarifa que comenzó en 215 pesos por tonelada y disminuiría progresivamente hasta liberar totalmente en 2008, ¡fecha lejana en 1993/1994!

Sin embargo, un factor decisivo para el futuro del maíz ya se había anclado. Sorpresivamente el titular de la Secretaría de Agricultura y Recursos Hidráulicos (SARH), Carlos Hank González, veterano y astuto político, anunció en enero de 1990, que habría precios diferenciales de maíz blanco y amarillo, dando un premio al blanco (aumentó en 37 por ciento mientras que el amarillo lo hizo en 15 por ciento). El diferencial de precio se mantuvo hasta 1993, dando fuertes incentivos a la producción de maíz blanco.

Frente a los tecnócratas, incluso de la Subsecretaría de Agricultura en la propia SARH (liderada por Luis Téllez) y desde luego de Secofi, la intervención de Hank González fue una jugada que entorpeció el proyecto global, y reflejó posiciones divergentes dentro del gobierno acerca del futuro de la seguridad alimentaria en relación con el maíz: la de los neoliberales ortodoxos, que argumentaban por el abasto de alimentos básicos baratos, entonces disponibles con los futuros socios del TLCAN, y la de la vieja guardia del Estado corporativo, a favor de incrementar la producción nacional de maíz blanco. Con esto, Hank se ganaba tanto a los grandes agricultores empresariales, como a los campesinos organizados con fines productivos, que habían apoyado, a fin de cuentas, el proyecto “modernizador” de Salinas.

Irónicamente, las organizaciones campesinas, algunas como la Confederación Nacional Campesina (CNC), pilar histórico del PRI, y otras más independientes como Unión Nacional de Organizaciones Regionales Campesinas Autónomas (UNORCA), fueron marginadas incluso antes de que terminara el sexenio de Salinas. El juego del poder se inclinó hacia otros intereses, los del sector empresarial de agricultores y de la agroindustria.

Hoy las grandes extensiones de los distritos de riego de Sinaloa, son el “granero/maicero” que abastece el maíz para las tortillas de la población urbana del país. Contribuye con 25 por ciento de la oferta nacional, y se estima que con la mitad del maíz comercializado. Antes de las reformas a la política agropecuaria, no era así. El maíz que se comercializaba venía principalmente de Jalisco, Chiapas y Estado de México (el 39 por ciento de la producción en promedio, entre 1985 y 1989). Sinaloa sólocontribuyó con 6.9 por ciento en el mismo periodo. Con el apoyo de la SARH y precios relativamente favorables frente a los cultivos “liberalizados”, los agricultores empresariales de Sinaloa reconvirtieron grandes superficies de riego al maíz blanco. Cuando se firmó el TLCAN, Sinaloa ya había logrado rendimientos que competían con los agricultores de Estados Unidos, y cuando desapareció la Conasupo, a finales de los 90’s, Sinaloa había consolidado su posición como el abastecedor nacional en la cadena maíz-tortilla.

La agricultura campesina no abandonó el cultivo, pero difícilmente tenía los medios para mantenerse en el mercado nacional, salvo experiencias excepcionales y regionales. Se cultivaba para obtener el maíz para autoconsumo; para forraje del ganado, que era más rentable, y para los mercados locales y regionales, cuando había excedente. Estas estrategias explican por qué no disminuyeron radicalmente la superficie del cultivo y la producción en temporal. La geografía del maíz y la estructura de la oferta habían cambiado radicalmente.

El gobierno de Ernesto Zedillo persiguió la consolidación de las reformas del modelo global: en el caso del maíz, la desregulación y privatización de la cadena maíz-tortilla. Se cerró la Conasupo; se retiraron los subsidios que aún quedaban para el consumo de tortillas en las grandes ciudades, y se permitió la importación de maíz en cantidades importantes arriba de las cuotas acordadas en el TLCAN libre de arancel.

Recién iniciado el gobierno panista de Vicente Fox, agricultura y maíz eran de nuevo asunto de movilizaciones; la demanda era la renegociación del capítulo agrícola y la exclusión del maíz del TLCAN. Se trataba del futuro del campo y de los millones de pequeños productores, que eran la mayoría. El movimiento Sin Maíz no hay País fue el símbolo de las protestas. Como consecuencia, Fox finamente firmó la Ley de Desarrollo Rural Sostenible en 2003, y se aumentó sustancialmente el presupuesto de Apoyos y Servicios a la Comercialización Agropecuaria (Aserca). Pero los beneficiarios fueron los grandes productores, corporaciones e intermediarios.

La cadena maíz-tortilla se consolidó con base en agentes privados. El TLCAN facilitó el libre flujo de mercancías y capital entre sus socios económicos, excepto la fuerza de trabajo. No obstante, la migración de mexicanos hacia Estados Unidos fue en aumento hasta la crisis de 2008. La gran trasnacional mexicana Gruma (con la industria de harina Maseca en México), expandió sus inversiones en la Unión Americana para satisfacer la demanda de tortillas y derivados de la población hispana. Las gigantes empresas comercializadoras mundiales, como Cargill y Archer Daniels Midland (ADM), ocuparon el espacio que dejó la Conasupo; se establecieron como agentes intermediarios entre los grandes productores de maíz, la industria de tortilla y los grandes mercados regionales. Y, obviamente, los productores estadounidenses de maíz continuaron con exportaciones a México, liberado totalmente en 2008, de acuerdo con las reglas del TLCAN.

A partir de 2000 se hizo uso de los subsidios de Aserca en apoyo a la comercialización de básicos. Primero el programa de Ingreso Objetivo, a fin de garantizar un ingreso mínimo a los agricultores en relación con los precios internacionales (que entonces tendían a la baja). Ente 2000 y 2005, los productores maiceros de Sinaloa recibieron en promedio 68 por ciento del presupuesto, mientras que sólo aportaron el 17 por ciento de la producción. Cuando los precios internacionales se incrementaron a partir de 2006, y el subsidio al Ingreso Objetivo no era necesario, Aserca no abandonó al grupo empresarial. Con el “objetivo” de facilitar a éste operar en un mercado incierto, se activaron programas diseñados para darle condiciones de seguridad y cubrir riesgos a futuro. Los programas Cobertura de Precios, Agricultura por Contrato y Compras Anticipadas sustituyeron al programa Ingreso Objetivo. El presupuesto de estos programas a partir de 2007 llegó a montos casi equivalentes al que había tenido Ingreso Objetivo. Igualmente, en el caso del maíz benefició a los grandes agricultores y a los agentes comercializadoras, así como a los compradores directos de la industria de harina de maíz.

Si se considera que sólo 0.3 por ciento de los productores del país son empresariales dinámicos (con el estrato empresariales pujantes alcanzan 8.7 por ciento); que dos empresas harineras concentran más de 90 por ciento de la producción de harina, siendo Maseca la principal; que la industria de tortilla de nixtamal utiliza la harina en crecientes cantidades para la elaboración de la tortilla “tradicional”, y que Cargill y otras comercializadoras trasnacionales se han posicionado en el mercado nacional, el resultado de las dos décadas recientes indica que la cadena maíz y la tortilla se ha globalizado y es un negocio tan redondo como la tortilla.

Hoy día, el régimen alimentario mexicano basado en el maíz es corporativo, concentrado en muy pocos y muy poderosos agentes trasnacionales, de origen mexicano y estadounidense. El costo económico, social y político para la población y su seguridad alimentaria es muy preocupante. El alza de precios de los alimentos desde 2008 señala la vulnerabilidad ante la dependencia alimentaria del exterior.

La crisis del campo; la falta de capacidad de respuesta de los pequeños y medianos productores frente a los incentivos del mercado, el poco interés por parte de la política pública para apoyar la producción de maíz en estos sectores y el poder de las corporaciones delinean un futuro –ya presente- poco alentador. A esto se suman los dos grandes retos sobresalientes en la agenda “global”: el cambio climático y el abasto futuro de alimentos de la población mundial con base en una agricultura sustentable. En los años recientes, los efectos desastrosos del clima han mostrado la vulnerabilidad del abasto de maíz dependiente de los campos de Sinaloa, e inclusive de Estados Unidos, donde el medio oeste sufrió severas sequías en 2012.

La Organización de las Naciones Unidas (ONU) ha declarado que 2014 será el año de la “pequeña agricultura familiar”. Representa un cambio de enfoque en la agenda internacional, que comenzó con la crisis de 2008. ¿Hasta cuándo el gobierno mexicano va a ignorar la indiscutible necesidad de instrumentar una política de seguridad alimentaria que atienda los problemas globales referentes al clima y el ambiente, a la desnutrición y malnutrición de parte de la población mexicana y a la exclusión de la población rural que tiene la capacidad de producir alimentos “seguros y nutritivos y que satisfacen sus preferencias alimentarias”? ¿Cuándo la población mexicana urbana podrá tener acceso a una tortilla nixtamalizada con maíz criollo, en vez de la corporativa-industrial?

La sociedad civil organizada muestra una fuerza creciente y con importantes avances, como muestra la lucha contra la siembra de transgénicos, por un lado y el logro del derecho a la alimentación a nivel constitucional, por otro. El reto enorme es ejercer y materializar este derecho por parte de la población, en todos sus frentes.

*Para la historia de las negociaciones sobre el capítulo agropecuario desde una perspectiva de los actores, ver el excelente trabajo de Lasala, Narayani, El acuerdo maicero que suscribió México con Estados Unidos en el TLCAN. Tesis de Maestría, Centro de Estudios Internacionales, El Colegio de México, 2003.

De TLCs, dominio agroalimentario
y vías alternativas en América Latina

Blanca Rubio


FOTO: Archivo de Proyectos

A partir de los años 90’s Estados Unidos (EU) perdió el dominio absoluto sobre el mercado agroalimentario mundial, pues la Comunidad Económica Europea empezó a disputarle el segmento cerealero. Para resarcirse, EU impulsó una estrategia basada en la desvalorización de los productos agropecuarios: dentro del país el trigo se pagaba 45 por ciento debajo del precio de costo y el maíz 25 por ciento. A los productores se les compensaba de los bajos precios mediante enormes subsidios. Así se impulsó la competencia internacional con los rivales europeos, quienes se protegieron cerrando las fronteras a la importación de bienes estadounidenses.

Ante tal fracaso, la Unión Americana orientó la competencia desleal, con precios dumping, hacia los países del Sur. A la par con la desvalorización, impulsó los Acuerdos de Libre Comercio para colocar sus mercancías abaratadas sin aranceles. Fueron pioneros en este terreno los acuerdos establecidos con Israel y con México y Canadá en los 90’s.

En los tempranos 2000, EU perdió el control sobre los precios del petróleo y por ende sobre los de los alimentos. Sobrevino una crisis de hegemonía al declinar su poder en relación con los nuevos rivales, China, India y Rusia. En consecuencia, fortaleció su estrategia de dominio, impulsando Acuerdos de Libre Comercio con 33 países entre 2000 y 2012, hasta lograr que 42 por ciento de sus exportaciones agroalimentarias se orienten a esos países. En el caso de Latinoamérica, ingresaron Chile, en 2003; los centroamericanos –Guatemala, El Salvador, Honduras, Nicaragua, Costa Rica y República Dominicana-, en 2004; Perú y Colombia, en 2006, y Panamá, en 2007.

A la par de este proceso, varios países latinoamericanos aprovecharon las transformaciones mundiales de los años 2000 para impulsar políticas distintas del neoliberalismo o que los libraran de la égida estadounidense. Ellos no firmaron acuerdos comerciales con EU. Los llamados “post-neoliberales”, por sus propuestas alternativas al modelo económico –Venezuela, Bolivia y Ecuador-, y los “progresistas”, por impulsar un capitalismo corporativo con gasto social –Brasil y Argentina-, quedaron al margen de la estrategia de EU. Después de 20 años, puede verse cómo éstos tienen una mejor posición alimentaria que los que asumieron de manera ortodoxa el modelo neoliberal, como México.

Los principales países importadores de cereales son en su mayoría los que en 2010 continuaban con políticas neoliberales y firmaron acuerdos comerciales, como México, Colombia, Perú y Chile. Juntos, concentraban el 55 por ciento de las importaciones de cereales. Brasil, en cambio, bajó de una participación del 30 por ciento en 1994 al 17 en el 2010.

Los países andinos, tradicionalmente importadores de alimentos, han impulsado también políticas para reducir su dependencia, como Venezuela, donde las importaciones de maíz crecieron en volumen en 1.1 por ciento entre 1998 y 2009, luego de que habían aumentado en 7.3 por ciento en 1990-98. Las de trigo crecieron en 1.6, luego de que habían aumentado en 1.8 por ciento en el periodo anterior, y las de soya decrecieron en 21.7 por ciento de 1998 a 2009.

En Bolivia, el gobierno logró reducir ampliamente las importaciones de trigo, pues de 2006 a 2009 cayeron en 32 por ciento, mientras que las de maíz han crecido moderadamente en 1.1. En Ecuador la importación de maíz, que había crecido en 22.5 por ciento de 1990 al 2000, se redujo en 22 por ciento en los tres primeros años del gobierno de Correa.

Los llamados progresistas, como Brasil y Argentina, son básicamente excedentarios de granos; se observa, sin embargo, un fortalecimiento de la producción campesina, sobre todo en Brasil. Este país fue pionero en una política que apuntaló a la unidad campesina por medio del Programa de Adquisición de Alimentos en 2003, el cual reorientó las compras que antes se hacían a grandes agricultores hacia pequeños productores para abastecer escuelas, hospitales, guarderías etcétera, generando así una demanda para la agricultura familiar, la cual representa en el país 70 por ciento de las unidades productivas.

México, en cambio, constituye uno de los países con mayor dependencia alimentaria de la región. En 1994 participaba con 27 por ciento de las importaciones de cereales en América Latina, y para 2010 había ascendido a 32 por ciento, ocupando el primer lugar. En el PIB agropecuario presenta un crecimiento en el periodo de 2005 a 2011 apenas superior al uno por ciento, frente a Brasil que creció arriba de 3.5. México era en 2010 el segundo país con la balanza comercial agropecuaria más baja del continente –por debajo de cero-. Para 2011, el 36 por ciento del maíz consumido era importado, así como el 94 por ciento de la soya, el 85 del arroz, el 61 del trigo y el 20 por ciento del frijol. Actualmente, el país produce menos trigo y arroz que hace tres décadas (1985) y menos frijol que en 1990.

Conclusión: los países como el nuestro viven una grave situación, justo en una etapa de precios altos a raíz de la crisis alimentaria iniciada en 2008. En cambio, los no alineados demuestran que hay alternativas y son justamente los que tienen viabilidad en esta etapa de transición capitalista. Las lecciones están ahí, pero como dice el refrán popular: “No hay peor ciego que el que no quiere ver”.

 
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