Lástimas y culpas

Las recientes exposiciones mediáticas de pueblos e individuos indígenas demuestran lo poco que he­mos avanzado en materia de respeto a sus derechos. Se les sigue presentando (y dando el trato de) personas pasivas y fatalistas, en constante desgracia y vulnerabilidad extrema. El niño chamula maltratado por un burócrata en Tabasco, la mazateca que parió frente a un hospital que no la atendió oportunamente, los niños triquis que ganaron solitos un torneo internacional; o bien las miles de familias damnificadas y con frecuencia desplazadas a causa de fenómenos meteorológicos de envergadura apocalíptica. Todo sirve. Con refuer­zos propagandísticos de cualquier tipo, cada que le resulta posible, el gobierno federal monta o aprovecha escenarios para promover: su Cruzada contra el Hambre, su imagen de respeto a las garantías de los pueblos originarios, el porvenir electoral del PRI y, bajita la mano, abrir paso por las buenas o las malas (“legales”, o ni eso) a mineras, petroleras, agroindustrias, constructoras; a la imposición de hidroeléctricas, autopistas, acueductos, aeropuertos y desarrollos turísticos, con hipocresía sistemática.

El Estado necesita permitirse arrebatos (y si vistosos, mejor) de respeto a unos derechos humanos, territoriales y culturales cuya ob­servancia en los hechos le significa una incomodidad recurrente, so­bre todo en temporadas, como ahora, donde importantes instancias internacionales observan y presionan al régimen, a la vista de las abundantes violaciones de estos derechos en el país.

La sonada liberación del profesor tzotzil Alberto Patishtán quiso ser presentada como un acto de magnánima justicia. Tanto el profe­sor como la gente de su pueblo en El Bosque, quienes lucharon 13 años por su libertad, saben que no se trató de eso, y lo dicen. Más bien, como lo titulara con efectismo el diario español El País en al­guna primera plana, se trató de un indígena “que doblegó al sistema de justicia mexicano”.

Una lucha en tres sexenios. Miles y miles de horas. Miles y miles de personas, en particular a partir de 2006, que se fueron sumando a la exigencia por la excarcelación de Patishtán, preso desde 2000. Frente a la sospechosa parálisis de las cortes y los tribunales del sistema judicial, así como las insidiosas maniobras de los gobiernos chiapanecos y las crecientes simpatías a la causa del profe en unos 30 países, el Congreso y el Ejecutivo debieron precipitar un parche constitucional. No obstante, son incapaces de declarar la absoluta inocencia de quien durante 13 años estuvo como rehén de la “justi­cia”. El mito de la pasividad indígena hace años que dejó de pasar por verídico. La culpa de los captores sigue, como siguen las luchas por la justicia y la libertad. No hay Teletón que valga contra los des­pojos y el exterminio.