Opinión
Ver día anteriorJueves 7 de noviembre de 2013Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Michoacán: las sinrazones de la violencia
E

n una acción que sorprende por tardía, el gobierno federal se decidió a dar un paso adelante en la ya larga, costosa, intentona de contener a la delincuencia organizada en Michoacán. Las autoridades al fin aceptaron intervenir con todo en Lázaro Cárdenas, el puerto que asegura a las mafias instaladas en Michoacán un poder que rebasa con mucho al que obtienen en los municipios de Tierra Caliente, donde el clima de violencia ya se ha vuelto insostenible. Según las palabras del vocero Eduardo Sánchez recogidas por este diario, la Secretaría de Marina nombrará personal de alto rango para ocupar los cargos de administrador del puerto de Lázaro Cárdenas y la capitanía, relevando de manera gradual y cíclica a la totalidad de los servidores públicos comisionados al puerto, incluida la Aduana Marítima, lo cual vino a confirmar que la sobrevivencia de las mafias no es ajena a los mecanismos de corrupción que invaden como un tumor maligno el funcionamiento de las instituciones. De ahora en adelante, reiteró el vocero, la Armada de México se hará cargo de la seguridad de mercancías y funcionarios, el Ejército de la seguridad del municipio y de la periferia, mientras que los policías federales garantizarían el transporte terrestre a través de la zona de Tierra Caliente. De inmediato, el gobierno negó que se tratara de impulsar la militarización de la acción oficial y, en cambio, destacó como el cambio más importante de la nueva estrategia la coordinación, que permite que todas las fuerzas del Estado estén actuando en un mismo sentido, bajo una misma lógica y en equipo.

Habrá que ver si esta forma de abordar la crisis de seguridad en Michoacán y otros estados no es sino una variante más de la misma visión policiaca que en el pasado muy reciente alimentó la espiral de violencia sin ir a las causas más profundas que han permitido la reproducción de la inseguridad. Por lo pronto, parece increíble que a estas alturas el gobernador Fausto Vallejo crea que el problema fundamental en su estado es el dinero, desgraciadamente; la seguridad es sacrificio, pero también es dinero, como si en los años que llevamos en esta guerra clandestina no se hubieran gastado enormes recursos sin mayores resultados. Que es necesario que los estados cuenten con un fondo asignado de forma transparente es una perogrullada. No lo es, en cambio, la obligación de rendir cuentas claras para evaluar la actuación de las autoridades.

Durante todos estos años se ha repetido que, además de diseñar una estrategia donde la inteligencia sustituya a la represión, urge reconstruir el tejido social que sin duda la irrupción de la delincuencia organizada contribuye a despedazar. Pero, ¿qué se entiende por superar las condiciones que propician el aumento exponencial de la violencia? Hay quienes creen, porque esa es su visión de la vida, que se trata de ayudar a los más débiles a sacar la cabeza del estado de miseria o indefensión en el que millones se encuentran y con eso estaríamos tranquilos. Habría que alejarlos de las tentaciones ofrecidas por el narco, como si entre la pobreza y la delincuencia se diera un vínculo natural que no requiere de mayor demostración. Por eso, el asistencialismo se proyecta muy a menudo sobre un mundo irreal, en el que no se toma en cuenta más que la materialidad de los faltantes pero no las relaciones humanas, las necesidades que impiden a las comunidades convertirse en verdaderos sujetos de derechos. En otras palabras: la necesidad de fortalecer la cohesión social se percibe como si sólo fuera un medio, un instrumento local y no como una estrategia nacional centrada en el objetivo de disminuir la desigualdad y fortalecer formas de relación más equitativas. Seguimos pensando que es la ausencia del Estado la causa del avance del narcotráfico, pero nos cuesta reconocer que en algunas regiones esa es, justamente, la forma como éste ha funcionado, es decir, los usos y costumbres mediante los cuales se ha ejercido el poder político, el vínculo con las instituciones y la administración de la justicia, son lo que ha permitido el asentamiento del negocio de las drogas y la expansión de la delincuencia organizada. La corrupción, el clasismo, la discriminación, el caciquismo o el paternalismo, ya estaban ahí. La democracia no ha cambiado las relaciones de poder. Seguramente la situación en Tierra Caliente o en Tamaulipas no se gestó en un día con la llegada de una banda. Habría que analizar cómo influyeron en la situación los cambios de fondo determinados por la difícil reinserción de México en la economía internacional, sobre todo pensando en la migración y el conflictivo paso hacia una agricultura de exportación que modifica las relaciones de poder y abre espacios a la producción de drogas sintéticas cuya demanda no para de multiplicarse. Sin duda la crisis en el mundo rural incide en la situación de Michoacán y Guerrero, dando pie a fenómenos de emigración que son aprovechados, entre otros efectos, para aclimatar el cultivo y trasiego de goma de opio, en los que participan comunidades enteras.

En ciertas regiones, la aventura del narco remeda al Estado, ofreciéndose como alternativa moderna y desesperada a la devastadora ilegimitad de los políticos y al fatalismo de la pobreza inmutable. Incluso la poderosa Iglesia católica resulta cuestionada por el delirio de Los Caballeros Templarios que ofrecen un singular catecismo de fe y plomo, el cual en su momento tuvo aceptación popular. También el clero truena contra los gobiernos municipales que nada hacen para evitar la extorsión generalizada. Y temen que las autoridades estatales estén en el juego, lo cual según el obispo de Apatzingán, provoca desesperanza y desilusión en la sociedad. Un poco tarde, me parece.

En este México que sacrifica el futuro por el fulgor de sentirse moderno, se nos olvida que detrás de los gravísimos incidentes de Tierra Caliente (mañana será otro punto) está la decadencia de un régimen político que no puede transformarse porque atiende a los intereses excluyentes que desde siempre se han venido pasando la estafeta. ¿Por qué no buscar en esa larga agonía de las instituciones las sinrazones de la violencia? ¿Por qué no darle a la gente, a las comunidades, el derecho a ser ellas mismas?