Opinión
Ver día anteriorJueves 10 de octubre de 2013Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Provocadores, activistas e infiltrados
Y

a se va haciendo costumbre la aparición de algunos grupos de provocadores incrustados en manifestaciones pacíficas (o desviando la atención para que nadie se fije en ellas), cuyo único objetivo parece ser la confrontación con la fuerza pública, la cual, hay que decirlo, ha fracasado una y otra vez en las labores de contención, dejando en el aire innumerables dudas y cuestionamientos. El debate público, en consecuencia, está lleno de hipótesis y acusaciones en torno a la determinación de los verdaderos culpables, pero las investigaciones no aclaran el fondo de los hechos. Se da el caso de que muchos de los detenidos, como ocurrió el primero de diciembre, al final sean ajenos a los que les violaron derechos básicos, de modo que la represión deja víctimas pero no atrapa a los causantes de asaltar vitrinas y mobiliario urbano, de lanzar bombas molotov, tubos y objetos peligrosos contra la policía uniformada, como cualquiera pudo ver a través de la televisión e Internet.

Varias circunstancias concurren para que esto sea posible: la primera es que a pesar de su reincidencia no sabemos a ciencia cierta quiénes son los autollamados anarquistas ni cuáles son sus propósitos, más allá de combatir a las fuerzas del orden y saquear lo que se pueda. La verdad, resulta increíble que llegáramos al 2 de octubre sin un informe serio, no obstante la eficaz actuación de la Comisión de Derechos Humanos del DF, para mostrar la mecánica de la inoperancia policial, con las duplicidades y los errores de mando puestos de manifiesto. Este 2 de octubre asistimos al blindaje del Centro Histórico, pero nos quedamos sin saber algo más concreto sobre los causantes de los destrozos, los anarquistas, pues las informaciones dadas por el secretario general de Gobierno provenían de una página de Internet donde se ofrecía un manual para fabricar bombas caseras y se decía al lector los pasos a seguir para victimizarse ante la justicia. Es obvio que eso es insuficiente.

A estas alturas hay coincidencia en que entre los encapuchados hay provocadores, es decir, sujetos dispuestos a obtener mediante la violencia un efecto que conviene a otros protagonistas que no dan la cara, aunque presumiblemente se ocultan bajo alguna autoridad. Sin embargo, a pesar de las detenciones y las denuncias que han presentado instituciones como la UNAM, hay quienes aún los califican como activistas que ejercen sus derechos a la protesta social, aunque lo hacen cansados de las formas de resistencia pacífica ejercida por otros movimientos.

Se admite con desgana que tales individuos pueden actuar por convicción propia, espontáneamente, llevados por una distorsión ideológica que les impide calibrar la realidad, aunque con ello se arrastre a la izquierda que no comparte sus concepciones. Según esa hipótesis, detrás de la acción directa estaría, más que una organización formal, una estrategia universal –el bloque negro– fácilmente aplicable a distintas situaciones (sea Italia, Barcelona, y ahora Brasil), en las que se despliegan las mismas ideas e instructivos a través de las redes sociales para combatir al capitalismo.

Otros piensan que estamos ante grupos creados o impulsados por intereses espurios que pagan por el servicio. Son provocadores capaces de llevarse entre las patas a los ingenuos. Se sostiene que los métodos empleados no corresponden moral o políticamente a la izquierda, razón por la cual deben entenderse como arietes de la autoridad para debilitar a los auténticos movimientos sociales. Por desgracia en la propia izquierda hay casos de movimientos puros que sin embargo ejercieron la violencia sin necesidad de policías infiltrados, como Los Enfermos de Sinaloa en los años 70. No hay que descartar que en algún grupúsculo desesperado actúen provocadores profesionales, pero ya es sospechoso que, como ocurre, su presencia pública se limite a los actos violentos, sin mayor proyección social o política.

Por tanto, resulta inconveniente que las autoridades del Distrito Federal sigan sin aclarar quiénes son y cómo actúan estos grupos, dando pie a que se diga que hay complicidad para no destapar el asunto o, peor, que estamos ante una forma de represión sustentada en la manipulación de estos modernos halcones (tampoco son ajenos los órganos de seguridad federales, que no aclaran ante qué nos hallamos). Si al silencio se le añade la falta de profesionalismo de las corporaciones involucradas (el tema de los policías de civil infiltrados da fe de la improvisación), es natural que crezcan las dudas, aun las más exageradas.

Ante estos hechos, además de denunciar los abusos policiales, pienso que la izquierda tiene la obligación política de deslindarse con claridad de todos los intentos de hacer pasar la resistencia pacífica a otro nivel, es decir, de la prédica de las tácticas violentas, se haga con capucha o a cara descubierta. Las provocaciones no desaparecerán sin el rechazo contundente de las comunidades donde actúan. Pero la investigación toca a la autoridad, y más le vale al jefe de Gobierno ponerse las pilas, pues es él, por lo visto, el enemigo a vencer, la víctima de mediano plazo (y luego, sobre el descrédito… los votos).

Dada la gravedad del asunto, considero indispensable cerrar filas contra la campaña en curso para restringir las marchas que puede desembocar en resultados catastróficos. Y menciono sólo dos: la justificación creciente de la mano dura ante las expresiones sociales de descontento y la reducción de las libertades en nombre de la paz y el orden, como piden sin pudor la derecha y liberales que la acompañan. ¿No ayudaría que la Asamblea Legislativa abriera un expediente para discernir responsabilidades, en lugar de ofrecer sanciones a la carta?