Opinión
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Mar de Historias

Centro de acopio

E

l jardín del asilo es muy grande. La idea de montar allí un centro de acopio fue de Martina. Tuve mis dudas respecto de lo que pudieran pensar los vecinos. En este mundo de corrupción y de rapiña tal vez creyeran que nuestro buen propósito de ayudar a los damnificados ocultaba intereses mezquinos: quedarnos con los donativos o venderlos.

Lo dije en la primera mesa de análisis y los ancianos se aprestaron a deshacer mis argumentos. La más elocuente fue Martina y hasta me llamó tontita. ¿A quién se le podía ocurrir que unos ancianos consideraran la posibilidad de poner una tienda ilegal o salir a vender de puerta en puerta? Sus principios, su sentido del honor y sobre todo sus achaques los alejaban de cualquier mala intención.

Los que estén de acuerdo con Martina alcen la mano. Antes de que terminara la frase, en el salón de usos múltiples apareció un bosque de brazos levantados movidos por el viento del entusiasmo. Alguien gritó: Ya nos lo han quitado todo. Déjenos por lo menos el derecho de participar y de ser útiles. Enseguida escuché la versión de una consigna que entonan los manifestantes callejeros: Los viejos unidos jamás serán vencidos.

Exhaustos, los ancianos ocuparon sus lugares. Su actitud era la de niños que vuelven del recreo dispuestos a acatar la nueva disposición de su maestra. Me veían en silencio, con las bocas entreabiertas, listos para celebrar con un grito el triunfo de su voluntad.

Accedí a que instaláramos un centro de acopio pero no en el jardín. Está lloviendo mucho y los donativos podrían arruinarse. ¿Entonces en dónde? Imposible que fuera en el comedor y mucho menos en las habitaciones: son pequeñas y están atestadas. Sólo quedaba un sitio disponible: el cuarto de José, que es también su carpintería. Se encuentra en el último patio del asilo y tiene un portón que da a la calle.

Todos celebraron mi idea, aunque para ponerla en práctica tendríamos que vencer la resistencia de José. Arisco y solitario, trabaja a todas horas reparando muebles y construyendo ataúdes. A veces hasta en el amanecer escuchamos su sierra y su martillo. No quiere –dice– que se presente una emergencia y la Muerte nos tome desprevenidos.

II

Pedí que levantaran la mano quienes estuvieran dispuestos a acompañarme para hablar con José. Nadie lo hizo. Los viejos son supersticiosos y piensan que si van al taller se acercan más a su fin. Me resigné a acometer sola la misión de convencimiento pero a medio patio se me unió Martina.

La felicité por su buena idea, y ella a mí por sugerir que instaláramos el centro de acopio en el taller. Así los donativos no correrán peligro, dije. Ella agregó: Y José suspenderá, al menos por un buen tiempo, la construcción de ataúdes. Son preciosos, ni hablar, pero se me hace más bonito mi sillón.

Desde que llegó aquí, Martina instaló ese mueble con asiento de palma junto a la ventana sin importarle los chiflones de aire. Herencia de su padre campesino, ella siempre necesita ver el cielo. Desde que comenzaron los desastres a causa de las lluvias huracanadas, está pendiente de él, lo estudia, lo analiza, le pide calma.

Hace días la encontré junto a la ventana moviendo las manos como si llamara a un grupo de personas que se acercaran indecisas: No se regresen para allá, quédense aquí. Me asusté. Creí que Martina era víctima otra vez de la automedicación. Lista para cualquier emergencia, le pregunté con quién hablaba. Dijo que con la lluvia. No percibió mi asombro y me dio una explicación. Según ella, cada gota, cada ráfaga de lluvia que nos llegara, disminuiría la carga de huracanes y tormentas y por lo mismo el daño sobre las gentes que viven en los humedales o en otras zonas en donde los ríos, guiados por su memoria, están recuperando sus cauces. Me hubiera gustado creer en los buenos deseos infantiles de Martina y en que a petición nuestra pudiese controlarse la furia de la naturaleza.

Luego me describió las imágenes de los damnificados que había visto en los periódicos y en la televisión. La tenían obsesionada hasta el desvelo la del niño sepultado a medias en el lodo. Las familias huyendo del desastre con sus pertenencias a cuestas. El hombre solo rebuscando entre los restos de su vivienda destruida. El pueblo en ruinas. El Cristo en la única pared de una casa abandonada. La mujer con los hijos sobre los hombros. Los dos muchachos que, en medio de la corriente, empujaban el ataúd con su abuela muerta para llevarla al cementerio de su pueblo lejano…

Martina me dijo que aunque no conociera a ninguna de esas personas las sentía como de su familia. Rezaba por ellas, quería hacer algo por ellas. Juró que a pesar de su edad y de su mala salud, algo haría, aparte de llamar a la lluvia.

III

No están solos ni olvidados. Con todo mi amor para el bebé. Endulza tu mañana. Recíbela como un abrazo. Una gotita de miel hará tus lágrimas menos amargas. Esto es para que arregles tu puerta. No corras riesgos: desinfecta el agua. Bálsamo para tus heridas. A los abuelos con cariño. Un cafecito caliente es bueno a cualquier hora. Las penas con pan son menos.

Por si no tuviera bastante trabajo, ahora tengo que pasarme horas pegando esos mensajes –y algunos mucho más largos– escritos por los ancianos para que vayan sobre las cajas, los frascos, las bolsas, las latas, las botellas y todos los recipientes que contienen agua, azúcar, sal, leche, frijoles, pastas, desinfectantes, clavos, pañales y cuanto hemos podido acopiar a favor de los damnificados.

Sobra decir que la idea de agregar esos mensajes fue de Martina. Al principio suscitó la desconfianza, la suspicacia y hasta la irritación de sus compañeros. ¿No era suficiente con pasarse el día recibiendo los numerosos donativos? ¿No bastaba con hacerles llegar a las víctimas medicinas, ropa, comida, agua? Además, en sus condiciones, a las víctimas les interesaba recibir ayuda material y no palabras de afecto que tal vez ni siquiera tendrían tiempo para ver.

Martina no cedió. Repitió lo que antes me había dicho: los afectados por los desastres, aunque desconocidos, significaban para ella miembros de su familia. Quería hacérselos sentir, regalarles una sonrisa en una gota de miel o en un grano de azúcar; darles la ternura de un abrazo en una cucharada de café o una tablilla de chocolate; devolverles el sabor de la vida en un grano de sal; construirles un espacio cálido y seguro bajo la tibieza de una manta. Para que ya no tengas frío. Martina.