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Ver día anteriorJueves 26 de septiembre de 2013Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Naturaleza y política
E

l pasado martes, La Jornada publicó una entrevista de Angélica Enciso con la bióloga Julia Carabias sobre la catástrofe causada por las tormentas Ingrid y Manuel, cuyas secuelas han dado pie a un amplio esfuerzo de solidaridad colectiva, aunque los peligros no han desaparecido. Si bien, como dice la ex secretaria, México está ubicado en una zona de alta vulnerabilidad ante fenómenos hidrometeorológicos extremos, la magnitud de los daños no se explica sólo por la fuerza destructiva de la naturaleza. Detrás de la tragedia humanitaria, es cierto, hay omisiones, decisiones erróneas, impunidad rampante, abusos: en otras palabras, existe una dimensión política y, por tanto, responsabilidades concretas que exigir.

Sin embargo, la aparición de una conciencia ecológica, es decir, de una verdadera cultura de la conservación de los recursos naturales, se limita a veces a pintar de verde las fachadas o a escandalosas campañas publicitarias que tampoco pueden cambiar los hábitos o las formas de consumo de una sociedad orientada a fabricar desperdicios. Poco influye ese ecologismo light para impedir la instalación de viviendas en los cauces de ríos o para frenar la corrupción que preside los cambios en el uso del suelo promovidos por las inmobiliarias con la complicidad de las autoridades de todos los niveles.

En este sentido (para comenzar a fijar el perfil político del problema y no perderse por las ramas), la maestra Carabias comienza subrayando la marginalidad del tema ambiental en todos los planes de desarrollo y concluye con una afirmación desesperanzadora: no se está dando suficiente respeto a la naturaleza; esto es un hecho. Además, alerta, no solamente se ignoran los efectos negativos del cambio climático sino que se renuncia a aplicar los instrumentos de política ambiental con que se cuenta para prevenir en lo posible sus consecuencias. Parece increíble, pero es así. Según la Estrategia Nacional de Cambio Climático deberíamos tener a la vista el ordenamiento ecológico del territorio nacional y el atlas de riesgo, instrumentados a escalas local y regional, pero éstos no se actualizan, como tampoco se aplican otras medidas preventivas.

Y cita el caso de Acapulco, arrasado por Paulina en 1997, donde se sentaron las bases para un ordenamiento ecológico de ese municipio, pero ni las autoridades locales ni las federales lo continuaron, quedó en el olvido. La urbanización salvaje prosiguió sin control en beneficio exclusivo de los fraccionadotes e inmobiliarias que florecen sobre los conflictos agrarios provocados por los acaparadores de la tierra. Nada los detiene: los humedales que forman parte de la laguna de Tres Palos y la costera “eran palmares y zonas de desbordamiento de la laguna. Ahora son grandes almacenes, hoteles, fraccionamientos, calles...

Las imágenes dejan poco a la imaginación: la inmensa mayoría de las víctimas ya eran pobres antes de la emergencia: vivían en los lugares que nadie se atrevía a ocupar por sus riesgos evidentes. No hay casualidad en ello. La fragilidad de la sociedad para enfrentar situaciones extremas como la actual está en relación directa a la permanente degradación de las condiciones de existencia de grandes sectores populares, desprovistos de representación verdadera y arrinconados por el empobrecimiento que estanca el desarrollo e impide prevenir lo peor. La ausencia de una política transversal capaz de hacer más racional el intercambio entre la sociedad y la naturaleza es concomitante a la noción de que la desigualdad puede reducirse mediante programas puntuales de combate a la pobreza que, en definitiva, no modifican el curso general de las actividades productivas. En el fondo, los usos políticos de la pobreza han condenado a millones a vivir en situaciones de riesgo, mientras que una minoría absoluta se beneficia del progreso o la modernidad, aun cuando la crisis impida el crecimiento. Así, a la vez que se destruye el medio ambiente se debilita el tejido social, y también la capacidad de respuesta del Estado.

Si es saludable la rápida acción presidencial para atender la emergencia, también es notoria la debilidad (o la omisión de los estados y municipios para cumplir con sus obligaciones, antes y después del paso de las tormentas). Es obvio que en este punto las cosas no pueden seguir así: se requiere una profunda reforma del Estado federal para ponerlo en sintonía con el presente, pero es evidente que ninguna reflexión será útil mientras los problemas de México se vean a través de un cristal que los fragmenta en compartimientos estancos, sin una idea de futuro que señale objetivos nacionales.

La catástrofe que viven regiones enteras del país debería hacernos pensar en la urgencia de avanzar en cambios que de ninguna manera pueden circunscribirse a las llamadas reformas estructurales que hoy se nos presentan como panaceas para revertir la desigualdad. Luchar contra la corrupción no puede ser sólo un asunto judicial-administrativo (que también lo es), pues implica un profundo cambio moral y político que no surgirá si se insiste en mantener los principios y valores que nos han traído hasta aquí. Hay que establecer un nuevo vínculo con la naturaleza, dándole a los ciudadanos armas para protegerse. Y eso implica reconstruir las instituciones, abatir la desigualdad, crear un estado de derecho, impulsar el crecimiento con justicia, es decir, eso que antes llamábamos un nuevo proyecto de nación.