Tiene México un árbol

“En la verdad está la justicia”:
Alberto Patishtán

El futuro con el pasado. La noche se confunde con el día. La reiteración de que México es un país de pueblos indígenas —y no como mera circunstancia demográfica o presencia testimonial— es una evidencia que no alcanza los oídos, mucho menos las conciencias de la sociedad dominante, reflejada en sus instituciones, sus leyes y su “opinión pública”. En ellas reinan los estereotipos: atractivo turístico, folclor y escenografía/población blanco de programas-para-combatir-la-pobreza (marginación, hambre, atraso)/pretexto visual para el altruismo, que se ha vuelto a poner de moda gracias a las televisoras, los supermercados y los grandes bancos/gente ignorante, ingobernable, manipulable, arisca, explotable, incomprensible, peligrosa.

La sociedad mayoritaria de México es racista, pero no le gusta que se lo digan. Nunca le ha gustado. Somos mestizos, faltaba más. Cuando se idearon los esquemas de castas en la Colonia, se supone que con fines descriptivos, fue una vez zanjada la enfadosa polémica de si los naturales eran personas o sólo monos en escala superior, aceptándose lo primero no tanto por la elocuencia de frailes comprensivos y sensatos, como por la fuerza de los hechos. De por sí de entrada el conquistador aquí, a diferencia de buena parte del continente, no tuvo reparos para el mestizaje. Las y los malinches se multiplicaron y ahí tienes la orgullosa raza de bronce.

Con ésa y otras coartadas, fueron negados sistemática y oficialmente. La egalité decimonónica y la integración postrevolucionaria sirvieron como disfraces de un proyecto de exterminio “benigno”, no por vergonzante menos decidido, y que llega al siglo xxi desnudo y descarado como nunca.

Pero tiene México un árbol que las sucesivas modernidades se han resistido a aceptar. Una civilización que nunca desapareció. No son sólo metáfora sus raíces, pues son las de todos. Pero entrados en el siguiente milenio, con el país en proceso de desintegración y a la intemperie de los mercados y los mercaderes, hay un árbol aún pródigo en ramas que da cobijo y razón de ser incluso a los que lo niegan.

La defensa, heroica, decidida y vital que protagonizan hoy muchos pueblos representa, en su fragilidad, la mayor reserva de dignidad y soberanía en esta Nación en venta. Son quienes crean auroras, las llaman autonomías, las materializan en sus ríos, sus territorios, sus cultivos, sus lenguas pertinaces, y también en sus diásporas. A donde ellos van, México va. No siempre puede decirse lo mismo de otros mexicanos que se exportan y se dejan absorber en el que parece destino obsesivo de todos nuestros migrantes: los Estados Unidos vecinos, cada día más nuestros verdaderos amos.

Si los poderes colonizados detuvieran su ofensiva literal contra los pueblos y sobre sus territorios; si se les permitiera gobernarse, protegerse y alimentarse, esta Nación herida, desfigurada y exhausta tendría en qué reconocerse, y en lo que le parece pobre o atrasado, podría refrescarse con los aires de la novedad y lo posible, sabría México que tiene un árbol, que la fortaleza de su ejemplo alcanza para todos, que los pueblos defendiéndose nos cuidan el futuro