La creación y el árbol de copal

Lamberto Roque Hernández

Estando en el campo, después de sacar la yunta de arar, pastando los toros, el resto del día pasa. El campesino canta, chifla, espera la lluvia. Limpia sus guaraches. Mira pasar los carros en la vieja carretera que nace por allá, atrás de la sierra. Ese camino grisáceo serpentea a través del vallecito y lleva a la ciudad capital. Trae y lleva. Y llega hasta el mar, lugar que los ojos de este hombre de tierra firme jamás han mirado. Los autos marchan en doble sentido como la imaginación.

Y de repente, de tanto mirar hacia la distancia, se aburre, se topa con un horizonte azulado. Nubes algodonadas que de pronto cruzan, caras errantes de seres que ya no son de su mundo. Aves que se desmoronan de pronto. No son nubes cargadas de agua. 

La lluvia no ha caído en varios días. Las milpas que están en su punto para la orejera, llaman el llanto del cielo agitando sus hojas. Brillan de verde. Se marchitan.


Los judas. 1933

El campesino se aburre. Siente la necesidad de cambiar su rutina. El tedio lo abraza. Lo ahoga. Tiene que seguir siendo hombre y aventurarse a crear, algo, lo que sea. Con lo que pueda.  Arrea sus toros hacia el montecito cercano. Ahí mira a su alrededor. Busca entre los árboles. Los conoce uno a uno. Sabe que el encino es muy macizo, y que con él se hacen los arados. Mira al mezquite e imagina una clavija. Suavemente con su machete golpea un cazaguate y mira cómo un chorrito de sabia blanquizca escurre de la pequeña hendidura. “Barredores”, piensa. Se abre paso entre los güizaches y las uñas de gato.  Avanza hasta donde está un árbol de copal y corta una de sus ramas. Empieza a labrar algo. Lo que sea. Mira el trozo de madera entre sus manos. Lo huele. El aroma le recuerda a los muertos. Lo pica con la uña de su dedo gordo, “es muy blandita”, piensa.

Continúa labrando el trozo de palo. Le va dando forma cilíndrica. No tiene idea aún de lo que quiere hacer. De pronto, se detiene al mirar que la yunta se dirige al arroyo. Tienen sed. Hace calor, quemante, de ese que tuesta la piel. Deja el pedazo de palo junto al tronco del árbol de copal y marcha detrás de sus animales.

*

Después de beber agua, los toros se echan en la arena caliente. Remuelen. Con la cola chicotean a las moscas que los persiguen por doquier. Por momentos se quedan inmóviles. Cabecean, tratan de dormir. Descansan. El campesino aprovecha la tranquilidad de sus toros, se desnuda y se mete al agua del arroyo. Talla su piel maciza y del color de la tierra con un estropajo que siempre trae con él. Se  recuesta entre el agua y siente el placer que da el refrescarse. Cierra los ojos y se queda inmóvil. La corriente pasa bordeando su cuerpo. Se relaja y escucha el trinar de los chogones. Oye los latidos de su corazón. Imagina el tambor del chirimitero de las fiestas del pueblo. Descansa. Entre su vagar por esos rincones silenciosos de la meditación, se le aparece la imagen de un trompo, de esos coloridos que venden en el mercado de Ocotlán, hermoso.

“Eso es lo que voy hacer”,  murmura.

*

Ya de vuelta en casa, después de comer, el campesino se va debajo del nanchal. Ahí tiene su tronco en donde labra sus herramientas del campo. La tarde esta pardeando y quiere aprovechar la luz restante del día. Ahí termina su obra poco a poco. Le mete el clavo en el centro. Le da forma cónica.  Lo quiere con un balance perfecto para que éste pueda salir de la rueda a la hora de los piquetes. Lo labra meticulosamente. Sin prisa. Con cuidado para no cortarse con el filoso machete, lo retoca. Y así, un rato después, lo mira terminado. Se dirige hacia dentro de la pieza en donde Lucio está desgranado mazorcas y se lo muestra. “Mira. Te hice un trompo”, le dice.

*

Al día siguiente, el campesino saca la yunta de arar, repite su rutina, los mete al monte, los lleva al arroyo. Se refresca. Después junta leña. Le da de comer a las arrieras. Limpia sus guaraches. Ya no mira tanto hacia la carretera. Se va hacia el árbol de copal. Corta más ramas. Hace trompos con más práctica. Más rápido. Los amigos de Lucio en la escuela le han encargado algunos. Lucio ha mencionado que sus compañeritos han ofrecido pagar por ellos. El árbol de copal poco a poco va perdiendo sus ramas.

En las esquinas, los trompos zumban a la hora de echar piquetes. Lucio se ha hecho famoso por ser el que vende a precios de niños los trompos que su papá hace después de arar. Son de diferentes colores ya que él los vende sin colorear y los que los compran se encargan de pintarlos. Empieza la demanda.

*

Y así,  con el correr de los días, el campesino se apura, ya no tiene tiempo de mirar a su alrededor. En días ya no le ha dado de comer a las arrieras y se le vino la idea de que un día de éstos, mejor comprará veneno en polvo para exterminarlas y así “tener más tiempo”. Se va hacia el árbol de copal que ya no tiene ramas. Busca otro, hay muchos. Esa tarde, decide que cortará parte del tronco y que intentará hacer la imagen de un  santo. Ya lo imaginó. Va a ser un santo que se mire como la gente del pueblo. Montado en un burro, pero santo. No será cualquier personaje.  Y lo llevará a bendecir. Y le pondrá un altar con velas y pedimentos. Milagritos. Le rogará que traiga la lluvia cuando esté el temporal como ahora, sin agua. Y, la gente lo vendrá a ver, y entre tanto fervor le dejarán limosnas. Dinero. Frijol. Maíz. Pollos. Lo que tengan. Y el santo montado en el burro les hará milagros. El día menos pensado será llevado a cuestas por el pueblo en procesión, y todos admirarán el trabajo del campesino.

El primer árbol de copal desaparecerá por completo.

Lucio sigue vendiendo los trompos en la escuela, y trata de convencer a las niñas que también le compren. También le ha dicho a su mamá que un viernes de estos quiere que lo lleven  al mercado de Ocotlán porque quiere poner un puesto de trompos.

*

Un lunes por la mañana, antes de empezar sus trabajos en el terreno, el campesino se dirigió a cortar otras ramas de copal, se encontró con la sorpresa de que alguien más ya había ido a cortar no una rama sino, uno, dos, tres, cuatro árboles completos.

San Martín Tilcajete, Oaxaca, Verano de 2013