Opinión
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Mar de Historias

Un momento de gloria

E

n la sala-comedor, los brindis y las anécdotas de la época estudiantil se mezclan y giran en torno a Javier Mireles. Es natural. Después de todo la reunión se hizo para celebrar sus éxitos profesionales, y más concretamente el doctorado honoris causa que acaban de concederle en una universidad de Texas.

Fue idea de Lucila, hermana y secretaria del galardonado, celebrar la distinción con una cena informal a la que asistirían los antiguos compañeros preparatorianos de Javier y de ella. Trece le confirmaron su asistencia. A Lucila el número le pareció de mala suerte. Dejó a un lado su antipatía por Ernesto Bárcenas y lo llamó para invitarlo, sin demasiadas esperanzas de que aceptara.

A pesar de su cercanía con Javier, Ernesto era el único que jamás había asistido a las comidas anuales de Los Gallardos –como se autonombraba el grupo de muchachas y muchachos que tuvieron la fortuna de estudiar juntos desde la primaria. Los maledicentes atribuían las ausencias de Ernesto a su imposibilidad de pagar la cuota. La verdadera razón era otra: su repugnancia a oír la misma pregunta (¿No te parece triste ser maestro de niños loquitos?), las mismas anécdotas y, lo peor de todo, el repertorio de chistes acedos de Rogelio Mercado.

En el teléfono, Lucila fue parca con Ernesto en cuanto al motivo de la cena. Luego le hizo la invitación sin preámbulos amables: ¿Vienes? Como respuesta, Ernesto le preguntó el domicilio y la hora en que debía presentarse. Lucila se sintió feliz por haber logrado exorcizar el número de mala suerte.

II

Ernesto pasó el resto de la tarde pensando en sus antiguos compañeros de estudios, sobre todo en Javier. Siempre había sentido una admiración ciega hacia él. Su inteligencia y su espíritu rebelde lo deslumbraban. Aceptó como algo natural que Javier fuera el líder del grupo y se sumó a la corte de seguidores que celebraban sus desplantes.

Emocionado ante la perspectiva del encuentro, Ernesto recordó la única ocasión en que había superado a Javier. Fue durante el fin de semana en Puerto Vallarta. Alguien propuso que hicieran una competencia de natación. La más linda del grupo, Nadia, confesó su temor al agua. Javier le dijo que la ayudaría a superarlo y sin más la tomó de la mano y la arrastró hacia las olas.

Aturdidos por el calor y los destellos del sol en el agua, los excursionistas escucharon la risa histérica de Nadia y las frases de aliento con que Javier pretendía adiestrarla. Al cabo de unos minutos se oyeron gritos de auxilio. Ernesto se despojó de los lentes y se tiró al agua para salvar a Nadia. Cuando al fin logró depositarla en la arena la muchacha temblaba y se deshacía en agradecimientos hacia él.

Javier, con expresión de náufrago, se inclinó sobre Nadia, apartó los mechones húmedos que enturbiaban su rostro y le juró que en ningún momento quiso ponerla en peligro: si por segundos la había abandonado era a causa de los calambres que le paralizaron las piernas. Para demostrarle que aún los padecía, se dejó caer de espaldas y se frotó las rodillas. Conmovida y satisfecha por la explicación, Nadia le ofreció el voltarén que tenía en su mochila.

Rogelio Mercado aprovechó para asestarles uno de sus chistes y luego les pidió que olvidaran el mal trago y se fueran por unas cervezas para brindar por los no-muertitos.

III

Durante la comida, ya repuestos del susto, entre olores a cerveza y a mariscos, los muchachos se contaron la aventura como si les hubiera ocurrido a otros excursionistas y no a ellos. Nadia, requemada y melindrosa, enseñó las marcas que Ernesto le había dejado en el brazo durante su lucha por sacarla del agua y prometió inscribirse en clases de natación. Javier sugirió un brindis por Ernesto y le palmeó la espalda varias veces mientras lo llamaba su salvador.

Cohibido por los aplausos y emocionado por el reconocimiento de Javier, a Ernesto se le encendió el rostro y se le nublaron los lentes. Hacia el atardecer, de regreso a la playa, todos le reiteraron su admiración. Javier le pasó el brazo por los hombros y lo apartó del grupo para hacerle una confesión: “¿Sabes una cosa? No tuve ningún calambre. Me paralizó el miedo de que Nadia me hundiera. De no haber sido por ti, a estas horas…” Ernesto no supo qué decir. Javier le guiñó el ojo y agregó: Menos mal que soy buen actor, porque si no Nadia seguiría reclamándome.

Ernesto comprendió que la revelación debía convertirse en un secreto. Estaba orgulloso de haber sabido guardarlo durante años, aun cuando sus compañeros procuraban desvanecer el tedio recordando la aventura de Puerto Vallarta. Al final del relato, Javier resultaba siempre la única víctima, el único héroe, como si las olas hubieran devorado a Nadia y a Ernesto.

IV

En cuanto llegó a la reunión, Ernesto vio que tendría que convivir con muchas más personas que los invitados originales. Algunos de sus antiguos condiscípulos se habían hecho acompañar por sus parejas. Él era el único solitario de la fiesta y no dudó en ser también el único que había llegado en Metro. Tal vez por eso lo miraron como si fuera transparente.

Por fortuna, nadie le hizo la pregunta obligada (¿No te parece triste ser maestro de niños loquitos), pero todos le estrecharon la mano pronunciando la misma frase: ¡Qué milagro que vienes! A su manera, Lucila fue amable: Pensé que no vendrías. Mi hermano está allá. ¿Te sirvo algo? Sin responder, Ernesto se dirigió al sitio donde Javier –ya de lentes, subido de peso y algo calvo– hablaba a sus admiradores acerca del proyecto científico al que pronto se sumaría.

Ernesto se mantuvo rezagado del grupo y procuró esforzarse por seguir la explicación de Javier. Rogelio Mercado quiso exhibirse como el íntimo del triunfador haciéndole bromas acerca de su miopía. Lucila, como en broma, le reprochó la confianza. Para librarse del sofocón, Rogelio se acercó al festejado. Reverencial, le besó la frente, lo llamó superhéroe y le aseguró que de grande quería ser como él.

En ese momento Javier desvió la mirada y descubrió a Ernesto que, con ambas manos unidas en alto, lo felicitaba a distancia. Por unos segundos Javier lo vio desconcertado, como si le costara trabajo reconocerlo, pero enseguida fue a su encuentro y le palmeó la espalda: ¡Qué sorpresa! ¿Cómo hizo mi hermana para convencerte de que nos acompañaras?

Antes de que Ernesto pudiera responderle, Lucila tomó a Javier del brazo porque alguien le llamaba por teléfono. Ernesto se armó de paciencia. Ya habría oportunidad para conversar con su amigo, expresarle su antigua admiración y recordar los viejos tiempos de la escuela. Lo distrajo la voz de Javier: ¿Sabes quién me llamaba? ¡Nadia! Sigue tan despistada como siempre, anda perdida y quería que le dijera cómo llegar.

Ernesto se sintió feliz. Con Nadia presente sería más grato recordar la época estudiantil y sus aventuras de excursionistas. Tenso, esperó el momento de que Javier o Nadia hablaran de aquella mañana en Puerto Vallarta: la mejor de su vida. Y, en efecto, lo hicieron los dos, entre risas y arrebatándose la palabra. Ella fue muy elocuente al expresar su pánico ante el oleaje y su dicha al verse a salvo sobre la arena tibia.

Algunos de los presentes habían vivido aquella aventura y sumaron pequeños detalles para hacerla más dramática y conmovedora. Nadia golpeó su copa contra la de Javier y se volvió hacia Ernesto: “Fue tan, tan emocionante… Lástima que no hayas ido con nosotros a Vallarta.”