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La homosexualidad y su potencial político
A

unque lo dicho por el Papa de que “los lobbies no son buenos, no importa si son políticos, económicos, masónicos o gays; pero si uno es gay y busca al Señor y tiene buena voluntad, ¿quién soy yo para juzgarlo?” ( El País, 29/7/13), fue tomado como una señal del cambio respecto a los homosexuales y usado para fustigar a los sectores más homófobos en la Iglesia, estas afirmaciones no son nada progresistas y en realidad son mucho más problemáticas.

Bien ha señalado Washington Uranga sobre que no alteran la doctrina (que condena las prácticas aberrantes, pero no las personas); lo único que aconsejaba Francisco era que la actitud hacia los que demuestran estas tendencias sea tolerante, siempre y cuando los gays no hagan política en defensa de sus derechos –¡sic! ( Página/12, 30/7/13). Frente a esta postura, sería más provechoso proponer algo opuesto, juntando precisamente la (homo)sexualidad y la política (igual que invitar a Bergoglio a que sí juzgue a los gays, como señaló Marta Lamas, Proceso, 11/8/13) facilitando así, y no limitando, el pleno desarrollo de los individuos en la sociedad.

Ya que: a) la sexualidad ya está inscrita tanto en las relaciones de poder como en la política (Foucault, et al.); querer separarlos o proponer una suerte de depolitización (más tolerancia) es ya una postura política, b) la libertad sexual y el respeto a sus diversidades son una piedra de toque de la democracia; negarles a las personas homosexuales los mismos derechos de las heterosexuales, incluso el involucramiento en la política para defenderlas, es una injusticia, c) y finalmente una tesis: la misma homosexualidad posee cierto potencial político que puede inscribirse en las luchas emancipadoras y liberadoras (¿será Pim Fortuyn la excepción que confirma la regla?).

Para desarrollar el último punto, Eric L. Santner, en un tomo dedicado a W. G. Sebald ( On creaturely life, 2006), analizando uno de los aspectos poco tratados de su obra –la cuestión de género y la (homo)sexualidad– evoca la figura de Roger Casement, retratado en Los anillos del Saturno.

Casement (1864-1916) fue un diplomático británico y un nacionalista irlandés que acabó denunciando los abusos del colonialismo en Congo (siendo el informante de Joseph Conrad), en Perú, e involucrándose en la lucha por la independencia de Irlanda; una vez capturado, la publicación de su Diario negro, donde catalogaba su vida homosexual, le restó el apoyo de la opinión pública, haciendo su ejecución más aceptable.

Como subraya Santner, Sebald sugiere que la obsesión de Casement con la naturaleza y el origen del poder y la defensa de las víctimas de la opresión de clase y de raza se debían a la sensibilización que le permitió su orientación sexual, y recuerda un caso de Freud (el juez Schreber) que también apunta a una conexión especial entre la homosexualidad, el altruismo y varias formas del compromiso social, ético y político (p. 174-5).

En este sentido, es aquí donde se quedó corto Mario Vargas Llosa en su retrato de Casement ( El sueño del celta, 2010), viéndolo como alguien dividido entre su cuerpo y los valores que predicaba (¡sic!) y tratando su sexualidad como una aberración (¡sic!) sin implicaciones políticas.

Cómo han señalado algunos críticos, esta óptica (bastante “papal, que separa la persona de su tendencia) no sólo no hace justicia a Casement, sino le resta el poder de la denuncia y aplana la novela, cuando el novelista debería mostrar un mejor entendimiento de los vínculos entre la sexualidad, la política y la extraordinaria postura de su protagonista –uno de los pioneros de los derechos humanos (véase: Colm Tóibín, A man of no mind, en: London Review of Books, 13/9/12).

Aunque el Premio Nobel no carece de sensibilidad al tema, condenando por ejemplo el asesinato de Daniel Zamudio, un joven gay chileno, y la homofobia en la región ( El País, 8/4/12), lo más interesante sería ver cómo el potencial político del activismo gay se junta hoy con las demandas de otros sectores que también luchan por la transformación de Chile, un país conservador y sumamente desigual.

Pero tal vez el mejor ejemplo donde el activismo de la comunidad lésbico-gay, bisexual y trans (LGBT), y el potencial de la diversidad fueron puestos al servicio de la transformación de un país fue Honduras después del golpe de Estado (2009), donde varios de sus activistas, como Walter Tróchez o Erick Martínez jugaron un papel fuerte en la resistencia. Ambos acabaron asesinados –como decenas de otros activistas políticos y campesinos–, pero no por ser gays, sino por su compromiso político, aunque seguramente sus homicidas apostaron que su orientación haría sus muertes socialmente más aceptables (al final sólo eran unos maricones).

Otro ejemplo es Argentina, donde el activismo de la comunidad LGBT se inscribió en un particular momento político, que es el kirchnerismo (un laboratorio de nuevas libertades e igualdades, Página/12, 31/1/12) y donde la ley del matrimonio igualitario (2010) fue parte del mismo proceso que acabó en la justicia para las víctimas de la dictadura o en la ampliación de los derechos y servicios para los más necesitados.

La feroz oposición de Bergoglio, que convocó a una guerra santa contra aquella movida de Diablo, no fue otra cosa sino una jugada política (¡sic!) contra el kirchnerismo, algo para lo que él mismo no dudó incluso hacer lobby (¡sic!).

Igual que para Martin Luther King la lucha por los derechos de los negros no era sólo una cuestión de tolerancia a que a menudo se reduce la cuestión racial, sino una lucha amplia por los derechos económicos, laborales, etcétera, también la cuestión gay no debe ser tratada sólo con más caridad, algo que sugería Francisco. Es un asunto del poder y de la democracia que da espacio a la realización plena de la sexualidad junto con su potencial político, que puede servir a la transformación de la sociedad en su conjunto.

*Periodista polaco