Sociedad y Justicia
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Mar de Historias

De ayer y hoy

S

e compran colchones, tambores, refrigeradores, estufas, lavadoras, microondas o algo de fierro viejo que vendan.

–Hay mucho ruido en la calle. Voy a cerrar la ventana porque no te oí. ¿Qué dijiste, Ana?

–Que tan siquiera me dejes hablar. Y por favor, mamá, cuando te diga algo que me preocupa no me vengas con que, cuando tenías mi edad, te pasó lo mismo y hasta peor.

–No exagero y sabes que nunca miento.

–No, nada más cuando se trata de taparle sus pendejadas a mi hermano Elías.

–Ana: ¡otra vez con lo mismo!

–Pues sí, porque me da coraje que seas tan injusta conmigo y sobre todo que no me prestes atención.

–No te entiendo, hija. Vivo buscándote la cara, rogándote que me hables pero no quieres hacerlo.

–Porque no tiene caso. Me oyes a medias, siempre con la esperanza de que te diga lo que te gustaría escuchar. Lo siento. No puedo darte gusto. Te juro que me encantaría decirte que estoy feliz, que no me molesta nada, que en comparación con tu vida la mía me parece de película, cuando en realidad es una basura.

–Hija: piensa en todo lo que tienes.

–Cuando lo hago me siento culpable, ¿sabes por qué? Porque recuerdo lo que tú no tuviste. Me lo has repetido tantas veces... Si me compro unos zapatos pienso en tus pies descalzos o llevando zapatones que jamás eran de tu medida; si salgo con amigos me viene a la cabeza el encierro en que te tenía tu madrina Berta. De todo lo que me has contado de tu vida hay un detalle que me obsesiona y me impide hacer algo que a lo mejor te parece una tontería: comer fresas.

–Dijo el doctor que eres alérgica.

–¡Inventos! Sé que no puedo comerlas porque cuando voy a hacerlo recuerdo lo que me contaste hace mucho tiempo y todavía me parece terrible y me dan ganas de llorar.

–¿A qué te refieres?

–Al mantelito con las fresas bordadas. Me dijiste que muchas veces, cuando tu madrina no estaba en la casa, mordías las fresas de hilo-vela rojas, con puntitos negros, para hacerte las ilusiones de que las estabas comiendo.

Hay manzanas, hay fresas, hay duraznos, hay mango de Manila, hay mango petacón. Lleve el plátano, lleve la naranja, lleve la papaya maradol...

–Te juro que se me había olvidado.

–Pero a mí no.

–Ana, olvida lo que no tuve. Te hablé de esas cosas para que aquilataras lo que, gracias a Dios, tienes: una familia, juventud, estudios.

–Sí, la prepa y menos de un año en arquitectura.

–Ana, acuérdate: dejaste la carrera por tu gusto.

–¡No! Lo hice con tal de no seguir oyendo las quejas de mi papá por mis gastos en libros y en pasajes; y porque me harté de que a cada rato me refregara que en vez de ayudarlo en el puesto me largaba a la escuela.

–Hiciste mal en ser tan arrebatada. Ya conoces a tu padre. Tiene sus arranques.

–Pero nada más conmigo. En cambio a Elías le perdona todo y jamás le exige nada. Ni tú tampoco. Hace casi un año que mi hermano tiene trabajo y es la hora en que no da un solo centavo para la casa.

–Comprende: tu hermano gana muy poquito.

–Yo también, y sin embargo te entrego por lo menos doscientos pesos cada semana.

–Y sabes cuánto te agradezco ese dinero.

–No se trata de que me lo agradezcas, sino de que comprendas que hago un esfuerzo por ayudar y en cambio Elías ninguno, con todo y que es el mayor.

–Tienes razón, se lo voy a decir.

–¿Cuándo? Nunca está aquí y si llega, viene borracho pero, eso sí, exigiendo comida, ropa limpia y que nadie haga ruido porque él necesita descanso.

–Su trabajo en la fábrica es muy duro.

–¿Y el mío no? Atiendo nueve mesas y la patrona no me permite descansar ni un momento. Cuando no hay comensales ordena que me pare en la puerta del restorán para atraer clientes. La obedezco pero no me tiene ninguna consideración. En la noche, al hacer el corte de caja, si falta dinero, cubiertos o algún plato, los anota para descontarlos de mi sueldo.

–Ana: ¿por qué mejor no renuncias a ese trabajo?

–¿Y adónde me voy? No hay nada.

–Ya te lo dije: tienes estudios.

–Si a los que terminan la carrera nadie los contrata, ¿crees que con un solo año de universidad me iría mejor?

–No lo sabremos si no haces la lucha. ¡Inténtalo!

–Ya no tengo ganas de batallar. Estoy cansada.

Burritos, escaleras, plumeros.

–Ana, hablas como si tuvieras mi edad y no veinticinco años. Estás en plena juventud.

–No la siento. No la disfruto.

–Porque no quieres. En vez de vivir amargada deberías divertirte, salir con tus amigas.

–¿A qué horas? Salgo de aquí a las seis de la mañana para llegar al restorán a las nueve. Termino a las siete de la noche y voy dando aquí a las diez, muerta de cansancio. A esas horas ¿crees que tendría ánimos para arreglarme y volver a salir?

–¿Y Ángel? Hace mucho que no me hablas de él. ¿Qué pasó? Los vi muy entusiasmados.

–Pues sí, pero me salió con que no sabe lo que quiere y es mejor que dejemos de vernos un tiempo. No creas que me importa; es más, por mí mejor. Y si no regresa nunca, pues allá él.

–Pensé que iban a casarse.

–No sé por qué.

–Vi que se llevaban bien, los dos son solteros ¿qué se los impide?

–A él, no sé. A mí el temor de llevar una vida de casada como la tuya.

–No ha sido tan mala.

–Mamá ¡por Dios! No me hagas hablar.

–¡Hazlo si quieres!

–¿Cuántos años tenías cuando tú y mi padre se casaron? ¿Diecisiete, no? Pasaste tu noche de bodas en la casa de mi abuela. Según me dijiste, a las cinco de la mañana una de tus cuñadas llamó a tu cuarto para decirte: Es hora de que te levantes a poner el nixtamal. No estoy inventando: me lo contaste. Pero nunca me has dicho cómo imaginaste tu vida a partir de ese momento. Mamá, no llores. ¿Qué dices? No te oigo. Hay mucho ruido en la calle y los vendedores gritan muy fuerte.

Hay tamales, tamales oaxaqueños, tamales calientitos.