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Entre eufemismos mercadotécnicos y realidades económicas
V

olando bajo, el día 20, para pasar al día siguiente a Crecimiento, en modo de pausa, así decidió El Economista cabecear su información sobre el declive en las expectativas de crecimiento económico para el año. En abierto juego por la medalla de oro en eufemismo económico, el resto de la prensa escrita y el coro electrónico hablaron de desaceleración, mientras que la Secretaría de Hacienda, la principal responsable de la conducción económica nacional, aprovechó para advertir: sin cambios, la mejoría nunca emanará de aquí ( El Economista, 22/08/13, p.1).

Sabemos que en materia de bajarle el tono a la adversidad económica, Hacienda no tiene competencia. De la célebre atonía, con que el secretario Hugo B. Margáin quiso edulcorar la pérdida de dinamismo de la economía en 1971, al catarrito con que el entonces secretario Agustín Carstens quiso exorcizar las angustias de 2009, median más de tres décadas y mudanzas traumáticas en la composición y desempeño de la economía, así como en la filosofía que inspira la política económica del Estado, pero no aminoran el peso que sobre nuestras percepciones y proyecciones económicas y financieras tiene el discurso que se teje en los corredores del poder hacendario. El Misterioso caso de la Secretaría de Hacienda de que hablara don José Alvarado en los años 50 del siglo pasado, mantiene su vigencia como acertijo, a pesar de los profundos cambios que el sistema político ha registrado desde entonces.

Las implicaciones de las metáforas citadas fueron diversas. Se dice que la atonía fue la causa eficiente de que el caballo tumbara al respetado abogado Margáin, para dar lugar a un empeño renovador en la estrategia gubernamental que luego se estrellaría en el muro de las grandes restricciones históricas y estructurales del desarrollo mexicano, para aterrizar, abollado, en la devaluación de 1976 y abrir paso a la ofensiva del gran capital que marcó la transición económica y política de México a lo largo de las tres décadas siguientes. El catarrito del doctor Carstens se volvió neumonía e influenza, pero el poder de la visión hacendaria encarnada por el ahora gobernador del Banco de México se afirmó. La vicepresidencia económica inaugurada por su antecesor, el afamado profesor Gil Díaz, se desplegó en una pronta vuelta a la prudencia fiscal y monetaria que se tradujo en la extensión del estancamiento estabilizador asumido por el panismo foxiano como pensamiento único.

El país no ha podido salir del bache convertido en valle submarino por la necedad de los gobiernos panistas y su obsecuencia pueril ante la sabiduría convencional. Los diques son de gran tamaño, sin duda, pero con la recuperación estadunidense y los extraordinarios petroprecios podría haberse intentado un cambio gradual hacia un curso de mayor crecimiento, basado progresivamente en la elevación del nivel de vida mayoritario y la inversión pública. No se hizo así y las consecuencias están a la vista: una informalidad laboral superior a 60 por ciento de la fuerza de trabajo ocupada, una pobreza inconmovible que ronda al 50 por ciento de la población y la exacerbación de la vulnerabilidad económica nacional, estrechamente ligada a la dinámica de la economía y el consumo estadunidenses.

No será con declaraciones y juegos de ingenio como podremos dejar el hoyo, pero tampoco parece viable que la salida esté en cambiar de caballo y bueyes en el fondo del barranco. Lo que urge es que el gobierno asuma la urgencia de actuar e intervenir en y contra el ciclo, y que la sociedad se convenza de que por la ruta impuesta hace más de dos decenios y mantenida hasta la fecha no hay horizonte bueno. Que lo más que puede esperarse es un corrosivo juego de parar y avanzar pero dentro de una pauta general y prolongada de muy lento crecimiento, con su inevitable cauda de mal empleo y expectativas pasmadas o a la baja, regrese o no a estas playas el Mexican moment, de nuevo gracias a las reformas que tanto necesitamos.

Algo más y nada bueno parece moverse entre la Puerta Mariana y la Mayor de Palacio Nacional. Desde fines del año pasado, era sabido que la economía perdía dinamismo y que, en especial, la industria navegaba cansinamente. El nuevo gobierno propuso una expectativa de crecimiento de 3.5 por ciento a la que se aferró por lo menos hasta mayo, pero su acción inmediata en cuanto al gasto público era más bien contraria a dicha propuesta y obediente a la expectativa resultante de la información sobre el desempeño de los últimos trimestres. Es decir, era procíclica y, al parecer, dedicada a frenar una inflación que en realidad iba a la baja.

Ahora, frente a un resultado anunciado con cajas destempladas por las consultorías privadas, los bancos de inversión foráneos y el propio Fondo Monetario Internacional, Hacienda se rinde a la evidencia y reduce su proyección del crecimiento hasta 1.8 por ciento. Por su parte, el subsecretario Aportela se lanza al ruedo y pontifica: México estará creciendo entre 2 y 4 por ciento en función de lo que sucede en el entorno externo y sin perspectivas favorables, si no se atiende la agenda de reformas estructurales. Y el secretario Videgaray abunda: “Si este año en que la nación crece menos de lo esperado (…) no hacemos la reflexión de que son urgentes las reformas, estaremos desaprovechando una oportunidad” ( El Economista, 22/08/13, p., 6).

Un mal pensado puede preguntarse si no estamos ante un absurdo ejercicio de profecías autocumplidas; un optimista podría adelantar: en efecto hacen falta las reformas, pero no esas… lo que urge es reformar la macroeconomía y desatar la inversión pública ya; hacer política industrial y rehabilitar y reivindicar la banca de desarrollo; poner de pie el edificio fiscal para que paguen lo que deben pagar los ricos, y empezar a mover hacia arriba el salario mínimo. Y dejar a un lado de una vez por todas las ilusiones en la magia del mercado y en la mercadotecnia de las expectativas.