17 de agosto de 2013     Número 71

Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER

Suplemento Informativo de La Jornada

Músicas tradicionales, vivas; no requieren
ser rescatadas: Ana Zarina Palafox


FOTO: Aideé Balderas Medina

Lourdes Rudiño

En todo México existen músicas tradicionales vivas. Tanto el son jarocho, como las múltiples variantes de Tierra Caliente, o el huapango de la región de las Huastecas, lo están, no obstante la idea que muchos, urbanos fundamentalmente, tienen de que deben ser “rescatadas”.

Así lo afirma Ana Zarina Palafox Méndez, músico, promotora y versadora, quien dice que además esas músicas son las más contemporáneas de todas, en el sentido de que van con todos los tiempos: “en los años 50s estábamos oyendo a Pérez Prado, pero en las regiones estaban oyendo los mismos sones que ahora; o a principios del siglo XX estábamos oyendo zarzuela y opereta o corridos prerrevolucionarios, pero en las regiones estaban oyendo lo mismo que hoy. Pues estas músicas son eternas, permanentes. Y lo son porque su versada hace que continuamente se hable del aquí y ahora. Las músicas tienen el espacio para que uno cante los versos que uno quiera. Cada son, cada huapango, tiene una estructura, ‘una camita’ rítmico armónica, nada más. Y los instrumentos melódicos: el violín, la guitarra de son o requinto jarocho, pueden declarar el son, esto es lanzar un tema que todos reconozcan como la entrada melódica de ese son, pero el resto del tiempo pueden ir haciendo figuras, entretejiéndose con esa cámara rítmico armónica. Y en el verso, si bien se respeta un marco temático, el trovador improvisa”.


Ana Zarina Palafox FOTO: Lourdes E. Rudiño

Para Ana Zarina, la viveza de estas músicas se observa en las fiestas tradicionales y en las de ciclos agrícolas. “En estas fiestas vas a encontrarte al viejito que se sabe las danzas de siembra, por ejemplo, que toca el violín, y a los de mediana edad, que son los danzantes”. El asunto es que los citadinos –muchos desprovistos de tejido social–, con visión frívola de turistas, no pueden distinguir esa música, o la consideran una mala copia de los ballets folklóricos (estilizados para formato de escenario) y “carecen de la apertura mental para entender que esos músicos están cuidando el funcionamiento del cosmos por medio de los movimientos de la danza.

“En su cosmogonía –que últimamente comparto–, esos músicos están muy conscientes que al tocar, al danzar, están haciendo una alteración energética, una colaboración energética con el giro del sistema solar. Tan grande como eso, y a lo mejor no lo verbalizan así (…) El músico más profundo es músico chamán. Y el que lo es está presente en las ceremonias mágicas de su entorno pero a la vez comparte con la fiesta pagana y a lo mejor toca sonecitos huastecos también, no sólo danzas de maíz, pues tiene la función de divertir, de ser el centro del huapango para que la comunidad baile y se entreteja”.

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Carlos Adolfo Rosario Gutiérrez
Trovero del Azuzul

... Tiene un anafre de barro,
un abanico de palma,
las brasas de fuego en calma,
café caliente en un jarro.
Chile asado en el cacharro
frijoles en la cazuela,
un candil con una vela.
Es el ajuar campesino,
que solo contra el destino
tiene un hambre que desvela

Me faltaron las tortillas,
porque ya no hay nixtamales,
las sucias transnacionales
se acabaron las semillas.
Las corruptas camarillas
de invasores extranjeros,
acaparan sembraderos
donde está la mejor tierra;
dejan al pobre en la sierra,
sin recursos financieros.

Surcan arrugas su frente,
se le hacen por la sequía
y el cacique con maestría
surca su tierra inclemente.
Y el político indecente,
roba el subsidio a SAGARPA,
le deja costillas de arpa
por el hambre al campesino
y buscando otro camino,
es migrante en la “gran carpa”.

Transgénicos en producción,
las gramíneas importadas,
las aguas privatizadas,
falta de modernización.
Los gases, la polución
por el agro combustible,
afectan lo comestible,
agrégale a esto el fuego
y si acaparan el riego
¡Producir es imposible!

El efecto invernadero,
la lluvia, la inundación,
el huracán, el ciclón,
y ahora el industrial minero.
Todos contra el monedero,
del campesino que espera,
el vivir de otra manera,
¡Quiere acabar de una vez!
al funcionario que es:
¡Una rata cañalera!...

Ya no hay potro de andadura,
el fuste roto en el suelo,
anda con montura en pelo,
no tiene para pastura;
Desgarbada la figura
a punto de clavar el pico,
me dice ven, te platico...
de mi tierra tan extensa
y me dice lo que piensa:
¡Pobre México… tan rico!

De acuerdo con Zarina –quien tiene una experiencia de 40 años como músico–, en efecto la migración, los medios de comunicación y la apropiación de parte de instancias gubernamentales de fiestas, mayordomías y demás tradiciones son una “amenaza horrible” para estas músicas, “pero es mucha soberbia urbana pensar que esas culturas que llevan 500 años a pesar de nosotros (los urbanos criollos) van a morir. Los que, a través de conocer estas culturas permitirles cambiar nuestra vida, sí rescatamos, pero a nosotros mismos”.

Zarina hace una comparación entre el escenario y el fandango. El primero –que es un modelo hegemónico que conocemos en las zonas urbanas– coloca a alguien como el centro del espectáculo y pretende volverlo objeto de culto “para que los que están abajo paguen y piensen que vale la pena verlo”. El fandango, en cambio, implica una tarima, donde los zapateos de los bailadores son la percusión, como un timbal de orquesta; “allí están los músicos, los cantadores, los que bailan; cualquiera puede venir desde afuera e integrarse. El cantador, el bailador, es como un oficiante que ayuda a la comunidad a organizarse para rendirle culto a algo que está más allá de todos ellos. Llámale tradición o tejido social, llámale unidad comunitaria…”.

Así, las músicas tradicionales son una fórmula para reconstruir el tejido social, y por ello, dice Zarina, la población urbana se siente atraída hacia ellas. “Inconscientemente esto nos ha hecho ir tomando estas músicas (…) La comparación más simple es esta: vas a un antro, donde el volumen de la música es muy fuerte y no te puedes comunicar con el de enfrente; hay una enajenación colectiva voluntaria y una convivencia falsa. En el huapango, en cambio, nos vemos una primera vez, la segunda nos miramos, la tercera nos saludamos y la cuarta a lo mejor bailamos juntos”.

Por ejemplo, Indios Verdes, en la Ciudad de México, es territorio huasteco, pues por allí llegan a trabajar muchos huastecos. Allí hay un montón de tríos huastecos que tal vez ni siquiera tocaban en su lugar de origen pero en la nostalgia se vuelven huapangueros. En la zona hay un lugar llamado La Cantera, que no es más que un patio donde los domingos venden cerveza, tacos y sopes y llegan allí los grupos huastecos a trabajar por pieza y llegan los otros huastecos y algunos chilangos. Entones es una mesa puesta para que los huastecos sean huastecos juntos.

Y es que en un huapango, en algún centro urbano o en la región misma de las Huastecas, “nadie te critica, todo mundo entra a bailar, muchas parejas juntas, si te ven que no bailas, te jalan. Y el punto más bonito es a la hora que tocan sones de carnaval, porque entonces la bolonona de gente que estaba bailando hace un círculo, víboras de la mar, espirales, y es escalofriante, lloro cuando veo eso y lloro más cuando estoy, porque se pierde la individualidad, y entramos la sensación de colectividad, de que soy porque somos”.

Y la vitalidad de las músicas tradicionales tiene que ver también con su influencia en el ámbito de lo divino. Por ejemplo los velorios a la virgen en San Andrés Tuxtla, “donde rezanderas y jaraneros están en la procesión a la misma altura, tanto simbólica como física. Mientras ellas rezan, los jaraneros cantan versos de otros temas. Las primeras se ocupan de cuidar a la virgen y los jaraneros de divertirla”. Y los velorios para difuntos incluyen también fandango y rezanderas.

En especial para los niños –que fallecieron prematuramente y no tuvieron tiempo para divertirse–, hay fandango en los nueve días posteriores a la muerte para generar esa diversión y que el espíritu pueda irse en paz.

Ana Zarina resalta el aspecto mágico y esotérico de las músicas tradicionales: “En algunas de las variantes de la música en Tierra Caliente, escarban un hoyo largo, los más chicos que he visto tienen 1.20 metros por 0.70 de ancho (y hay otros mucho más grandes). La profundidad es de un metro, y meten dos ollas de barro y les ponen agua; ponen la tabla arriba, la ajustan, oyen como suena, vuelven a poner la tabla y le ponen o quitan agua a una olla o a otra, hasta que la resonancia es igual de cerca que a cien metros o a tres kilómetros. Las ollas sirven de resonadores y hacen que la tierra vibre, eso del lado de la acústica. Imagina lo que del lado esotérico está pasando allí, es durísimo. Y tal vez en algunas culturas no lo tienen explícito y simplemente lo reproducen; hace la tabla el señor como le enseñó el papa y así les enseña a sus hijos. A lo mejor no se ponen a pensar conscientemente en el lado esotérico vibratorio cósmico del asunto, pero existe”.

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