Opinión
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Mar de Historias

Volver a casa

¿E

stás despierto? Yo tampoco puedo dormir. Te equivocas. Sólo me tomé un café con Ofelia. ¿Cuál Ofelia? Pues la que era nuestra vecina en la Álamos. Nunca te cayó bien y no entiendo por qué, si es tan buena persona. Llevaba tiempo de no saber nada de ella, ni siquiera por teléfono. No te imaginas cuánto me sorprendió verla aparecer en la agencia de telégrafos. Dijo que andaba por el centro y aprovechó para visitarme antes de que pasaran otros dos años sin vernos.

Si nos reunimos menos que antes es por su culpa. Se la vive organizando excursiones para la agencia de viajes. Su trabajo me parece muy interesante y divertido. Ofelia dice que también resulta muy cansado. Como guía, ella tiene que vigilar todo: hospedaje, transporte, restoranes, calidad de los servicios y hasta buscar médicos cuando hacen falta.

¿Me estás oyendo? Si quieres me callo y te dejo dormir. Yo no puedo. ¿Una pastilla? ¡Ni loca! Prefiero contar borregos. Uno, dos, tres… Oye: la verdad, ¿crees en las cosas sobrenaturales? Yo tampoco creía hasta que Ofelia me contó hoy lo que le sucedió en estas vacaciones. Fue una cosa muy rara. La tiene preocupada. Pienso que necesitaba decírselo a alguien que no la tomara por loca y por eso fue a visitarme. Me hizo jurarle que no hablaría de esto con nadie pero te lo voy a contar a ver qué opinas.

II

Esta vez le tocó llevar a un grupo de excursionistas a San Luis. El pueblo donde Ofelia nació queda a una hora. Desde que organizó el viaje pensó en aprovechar la tarde libre que siempre les da a los turistas para irse a visitar a sus tías y cumplirles la promesa que les hizo hace veinte años. Desechó la posibilidad de su muerte pero consideró la de que ya no vivieran allí.

Ofelia alquiló un taxi para ir al pueblo. El chofer le preguntó por qué iba a un sitio en el que ya sólo quedaban personas mayores. Los jóvenes habían emigrado. Ofelia le explicó que ella y toda su familia eran de ese lugar y aún quedaban allí cuatro de sus tías. ¿Y si no encuentra a ninguna? Ofelia se sintió frustrada ante esa posibilidad pero aún así al menos tendría la compensación de ver su antigua casa. Si la ocupaban nuevos inquilinos –tal vez conocidos– podría pedirles su autorización para entrar y recorrer los cuartos y el patio. Lo recordaba estrecho, con piso de mosaicos amarillos y adornado con viejos calendarios descoloridos por el sol.

Ofelia disponía de muy poco tiempo. Encontrara o no a algún pariente, su estancia en el pueblo iba a ser breve. Cuando llegaron a la plaza de armas el chofer le preguntó a qué dirección quería que la llevara. Ella le dijo que estaba muy cerca. Iría a pie. El se ofreció a esperarla.

III

Mientras caminaba por Morelos, la calle principal, Ofelia se alegró de ver que en su pueblo, excepto un arco anunciante de hamburguesas, todo estaba más o menos igual a como lo había visto por última vez: pequeños comercios, casas de adobe pintadas de colores, aleros de teja, tordos sobrevolando los pirúes.

De lejos Ofelia reconoció la casa. Blanca, sobria, ocupaba una esquina frente al mercado. Allá iba con su abuela Margarita los domingos temprano. El olor de las verduras y las frutas la compensaba del espectáculo terrible que ofrecían los carniceros: cabritos desollados goteando sangre como los pirúes de la plaza de armas.

En cuanto estuvo frente a su casa, antes de tocar a la puerta decidió asomarse por las ventanas enrejadas. Allí acostumbraban sentarse su abuela y sus tías para hacer sus laboriosos manteles deshilados. Muy de vez en cuando interrumpían su trabajo para tomar de una jícara un puñado de piñones. Acostumbraban abrirles la cáscara con una piedra redonda y lisa.

Al acercarse a la ventana recordó la pregunta del chofer. ¿Y si no encuentra a ninguna? Cambió de opinión. Decidió tocar con la aldaba. Eso la haría menos sospechosa. Iba a alejarse cuando se abrió la ventana y vio a su tía Refugio que enseguida la reconoció: “¡Ofelia! ¡Al fin cumpliste la promesa de visitarnos!

Mis hermanas ya habían perdido la esperanza de que volvieras pero yo no. Siempre pensé que regresarías aunque fuera tardecito. Elena, Taide, Julia, vengan a ver quién está aquí.”

IV

Ofelia sintió mucha ternura al ver a aquellas cuatro mujeres. Estaban envejecidas y grises, como si hubiera llovido ceniza sobre ellas. Caminando a pasos cortos siguieron a Ofelia durante su recorrido por las habitaciones. A cada momento se detenían para hacerle la misma pregunta. ¿Te acuerdas? Claro que Ofelia recordaba a sus abuelos, a sus tíos, aquel cumpleaños en que se cayó de la azotea, la aparición de Cira vuelta de Tijuana y emperifollada como árbol de Navidad.

También tenía muy presente la visita a la mina en el pueblo cercano y la piedra cobriza que ocultaba un nido de arañas pequeñas, negras, como atrapadas en su propia tela: un horror menos escalofriante que los cabritos goteando sangre en el mercado. La hacían llorar y su abuela, para consolarla, la llevaba al Jardín del Pueblito sembrado de pirúes que al mínimo soplo del viento derrochaban semillas como hormigas rojas.

El jardín estaba cerca de la casa. Ofelia quería visitarlo y les pidió a sus tías que la acompañaran. Fragmentado, entre todas le dieron el motivo para rechazar su invitación. Estamos grandes. Aunque no lo creas, nos hace daño el polvo. Ya no podemos salir. Satisfechas de su explicación guardaron silencio como si fuesen muñecas a las que al mismo tiempo se les hubiera terminado la cuerda.

La melodía en el reloj de pared le recordó a Ofelia que los excursionistas la esperaban en San Luis. Antes de irse pensaba caminar unos minutos por el jardín. Sus tías lamentaron que su visita hubiera sido tan breve y no tener nada más para regalarle que un puñito de aquellos piñones deliciosos. Ofelia los guardó en la bolsa de su saco y les pidió a sus tías que le permitieran tomarles una foto con su celular. Ellas accedieron con una sonrisa muy lejana.

V

A las cuatro de la tarde el Jardín del Pueblito se encontraba desierto. Los columpios al fondo, movidos por el viento, producían una especie de gemido al que se sobrepusieron las campanadas en la Soledad. El llamado para el catecismo le recordó la urgencia de volver a San Luis. Tomó por Morelos. Pensó en sus tías, atrapadas en la eterna tarea de deshilar, recordó la foto que acababa de tomarles.

Desde lejos vio su casa. Quiso volver para decirles a sus tías que en cuanto tuviera una copia de la foto se las enviaría. Se acercó a la ventana. Golpeó varias veces en el vidrio. No obtuvo respuesta. Una mujer al verla le dijo: No siga tocando. Las señoritas ya no están. Ofelia se extrañó. Mis tías acaban de decirme que ya no salen. ¿Usted sabe a dónde habrán ido? La desconocida señaló hacia el camposanto y siguió adelante.

Asustada, Ofelia metió la mano en la bolsa de su saco en donde había guardado los piñones. Encontró sólo polvo. Tomó el celular. Oprimió el botón de la cámara y vio la pantalla en blanco.

VI

Ofelia me dijo que desde que regresó de San Luis se pasa horas analizando lo que sucedió en su pueblo. ¿Tú crees que haya sido algo sobrenatural o que ella se lo figuró todo? Como quiera que sea, la pobre está muy mal y sólo por cumplir una promesa. Pienso que… ¿Me oyes? Ay, ¡ya te dormiste! Juro que no vuelvo a contarte nada.