20 de julio de 2013     Número 70

Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER

Suplemento Informativo de La Jornada

De viva voz

¿Quién habla? se preguntaba Mallarmé. La respuesta del poeta fue recogida en sus propios términos por Michel Foucault en Las palabras y las cosas: “En su soledad, en su frágil vibración, en su nada, es la palabra misma la que habla, no el sentido de la palabra sino su ser enigmático y precario”.

La palabra habla, sostiene Mallarmé, que por poeta sabe de lo que habla. Y es que al ser dicha, la palabra se vuelve cosa: una cosa vibrante, rítmica, sonora; una cosa que más que a las otras cosas que señala o significa remite al ánimo y los sentimientos del que habla. Hay palabras que golpean y palabras que acarician; palabras tersas y palabras rasposas; unas ácidas, otras dulces, otras más amargas, algunas ponzoñosas…

Por eso pienso que lo primero fue el canto. Es posible que antes de hablar la humanidad haya aprendido a cantar mientras trabajaba rítmicamente, a cantar para asustar a sus víctimas con voces estentóreas, a cantar para exorcizar a sus fantasmas, a cantar cuando enamoraba a su cónyuge emitiendo murmullos seductores. Y es que la musicalidad de la voz precede al significado de las palabras.

Quizá, sólo quizá, el canto fue anterior al habla. Pero si la filogenia es dudosa, en términos ontogénicos no hay duda de que primero el ritmo del corazón materno y después las nanas nos despiertan a la vida; más tarde cantamos en los juegos infantiles; después le cantamos a la novia o al novio; cantando celebramos o protestamos; y no sería mala idea que al morir alguien nos despidiera cantando, como a la niña negra de Los juegos del hambre…

“El lenguaje -escribe Foucault- hace visible la voluntad fundamental que mantiene vivo a un pueblo y le da el poder de hablar un lenguaje que sólo le pertenece a él. Y de pronto las condiciones de historicidad del lenguaje han cambiado; las mutaciones ya no vienen de lo alto (de un puñado escogido de sabios) sino que nacen oscuramente abajo, pues el lenguaje no es un instrumento o un producto -un ergon, como decía Humboldt-, sino una actividad incesante –una energeia–. Lo que habla en una lengua y no cesa de hablar en un murmullo que no se entiende pero del cual proviene, sin embargo, todo el fulgor, es el pueblo (…) El lenguaje no está ya ligado al conocimiento de las cosas sino a la libertad de los hombres”.

Y este lenguaje liberador a través del que habla el pueblo es ante todo el de las canciones. Las primeras, las nanas.

La que sigue es de Juana Inés, quien mucho sabía de ritmos y sonoridades, y fue escrita en el lenguaje de los negros esclavizados para ser cantada en los maitines de la Asunción de María de 1685.


FOTO: Cornelio Santa María

-¡Oh Santa Malía,
que a Dioso parió,
sin haber comadre
ni tené doló!

-¡Rorro, rorro, rorro,
rroro, rorro, ro!
¡Que cuaja, que cuaja,
que cuaja ri doy!

-Garvanza salara
tostada ri doy,
que compró Cristina
mase de un tostón.
-¡Rorro, rorro, ro!

-Camotita linda
fresca requesón,
que tus manos beya
parece el coló.
-¡Rorro, rorro, ro!

-Mas ya que te va,
ruégale a mi Diós
que nos saque libre
de aquesta plisión.

Y si hay cantos a la vida que nace, los hay también a la muerte y sus angustias. Como este poema nahua de Huejotzingo, recogido por Sahagún en el siglo XVI:

Canto de orfandad

¿Qué hemos de comer?
¿Con qué cosa hemos de deleitarnos?
Allá está la vida de nuestros cantos
donde nacieron nuestros ancianos.

¿Dónde he de cortar, dónde
he de pedir flores
que así una vez más he de
esparcir en la tierra?

¿He de sembrar otra vez, acaso,
en mi carne, en mi madre y en mi padre?

¿He de cuajar aún en mazorca
he de pulular de nuevo en fruto?

Lloro: nadie está aquí: nos
han dejado huérfanos.
¿Dónde está el camino hacia
el reino de los muertos,
al lugar donde todos bajan,
a la región del olvido?
¿Es verdad que aún se vive
en la región donde todos se
reúnen?

¿He de verlos allá acaso?
¿Habré de ver de nuevo a mi padre y a mi madre?
¡Nadie está aquí, nos han dejado huérfanos!

Hay canciones al nacimiento y a la muerte, y canciones a los acontecimientos históricos trascendentes. A principios del siglo XVI Juan de la Cueva da noticia rimada de cómo en tocotines los indios derrotados bailan y cantan su desgracia:

Dos mil indios (¡oh extraña maravilla!)
bailan por un compás a un tamborino,
sin mudar voz, aunque es cansancio oílla;
en sus cantos endechan el destino
de Moctezuma, la prisión y muerte,
maldiciendo a Malinche y su camino:
al gran Marqués del Valle llaman fuerte,
que los venció; llorando desto cuentan
toda la guerra y su contraria suerte

Y Ángel María Garibay tradujo algunos de sus fúnebres cantos.

Últimos días del sitio de Tenochtitlan

Y todo esto pasó con nosotros.
Nosotros lo vimos,
nosotros lo admiramos.
Con esta lamentosa y triste suerte
nos vimos angustiados

En los caminos yacen dardos rotos,
los cabellos están esparcidos.
Destechadas están las casas,
enrojecidos tienen sus muros.

Gusanos pululan por
calles y plazas,
y en las paredes están
salpicados los sesos.
Rojas están las aguas,
están como teñidas,
y cuando las bebimos,
es como si bebiéramos
agua de salitre.

Golpeábamos, en tanto,
los muros de adobe,
y era nuestra herencia una
red de agujeros.
Con los escudos fue su resguardo,
pero ni con escudos pudo
ser sostenida su soledad.

Cuatro siglos después, cantando hicimos una revolución, cantando la perdimos y cantando la recordamos, como en este corrido de Ángel Arellano.

Despierten ya mexicanos

Miren mi patria querida
nomás cómo va quedando,
que a sus hombres más valientes
todos los van traicionando.

¿Dónde está el jefe Zapata
que ésta espada ya no brilla?
¿Dónde esta el bravo del norte
que era don Panchito Villa?

Fueron líderes primero
que empuñaron el acero,
hasta subir al poder
a don Panchito I. Madero.

Pero fue iluso Madero
cuando se vio en el poder;
a Pancho Villa y Zapata
los quiso desconocer.

Zapata le dijo a Villa:
ya perdimos el albur;
tú peleas por el norte,
yo atacaré por el sur.

Pero fue su ingrata muerte,
por esa mala traición;
como les tuvieron miedo,
los mataron a traición.

Ya es justo que abran los ojos
los que no han podido ver;
hasta derramar su sangre
porque otro suba al poder.

Porque otro suba al poder ya se
andan apasionando;
y siempre se han de quedar
como los cuajes, colgando.

Se canta al nacimiento, a la muerte, a las derrotas, a las revoluciones… pero también a la vida cotidiana: las rudezas del trabajo y las rudezas simétricas del amor. Las canciones que siguen las recogió Luis Rosado Vega, en su libro Claudio Martín, vida de un chiclero, y se refieren a lo que sucedía en las selvas y monterías del sureste en el cruce entre el siglo XIX y el XX.

Chiclero si has de chiclear,
vigila la corredera
y mira bien el lugar
donde tu machete hiera,
no te vayas a pegar
en tu misma lazadera.

Yo voy al monte a chiclear
y que más da la manera,
que importa la lazadera,
ni que me importa el lugar
donde mi machete hiera,
ni por qué me he de cuidar
si es por fuerza que allí muera.

Pero a veces el hachero está enamorado.

Como le doy a la caoba,
dándole sin compasión,
así tú, morena mía,
le das a mi corazón.

En el corazón me has dado
mira si tengo razón,
para abatir una caoba
hay que darle al corazón.

¿Para qué sigues pegando
con tu hacha en mi corazón?
Ya cayó como la caoba
mira si tengo razón.

Amor y albures con enfoque de género. En los pequeños campamentos chicleros de Quintana Roo, había siempre una mujer que preparaba la comida, ayudaba a procesar la resina y a veces le echaba los perros a algún trabajador A la que escribió esto quizá no se le daban los amores, pero si se le daban el verso… y el albur.

Chiclero no piques tanto,
no piques tanto chiclero,
porque mi vida es el árbol
y si picas más me muero.

Mira ese chicozapote
cómo se está desangrando,
así me desangro yo
desde que te estoy
queriendo.

El chicle se pone duro
porque ya se está cociendo,
así te me has puesto tú
desde que te estoy queriendo.

El amor es como el chicle
que pasa de blanco a oscuro,
y cuando más se lo bate
más pronto se pone duro…

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