El escritor indígena


Escolares, Totomoxtla, 2005. Foto: Eleuterio Xagaat

Javier Castellanos Martínez

Hay dos maneras para caracterizar a un escritor indígena: una, decir que es aquel que desciende de pueblos que al suceder la conquista ya estaban en estos territorios, y actualmente conservan elementos propios —entre ellos su lengua— que lo hacen diferente y le dan su carácter pluricultural a la nación mexicana. Palabras más, palabras menos, ésta es la manera en que se define a los pueblos indígenas en la Constitución (y en general a todo lo que tenga que ver con ellos). Con esta definición, aceptada por la mayoría, se da por hecho que determinado autor es un mexicano, en nada diferente a cualquier escritor de cualquier parte del mundo. Una definición de lo que somos acaba por ir marcando nuestros senderos, nuestros comportamientos, de allí el porqué los escritores indígenas escribimos lo que escribimos.

Sin embargo, podemos intentar otra definición, como decir que es aquel que viene de un pueblo con muchas rémoras negativas, fruto de las persistentes secuelas de la conquista militar y cultural sobre sus antepasados, de la cual jamás pudieron liberarse por sí mismos, sino que fueron liberados por otros, los cuales se esforzaron y siguen insistiendo en hacerlos como ellos.

Las diferencias entre estas dos definiciones no son de matices. Alguien podría decir que esta última es emotiva y contradictoria con relación a la historiografía oficial, porque decir que no se liberaron por sí mismos es pensar que siguen dominados, o más pragmáticamente, alguien podría pensar: no importa quién los haya liberado, la cuestión es que ya son libres. Pero las experiencias contemporáneas cuando uno libera a otro más son traumáticas (Irak y Afganistán). Lo que sí es un hecho es que en ambas definiciones hay aciertos: nadie puede decir que hay falsedades en lo que dice la primera definición, más bien son omisiones que ocultan las rémoras negativas, señales de pueblos oprimidos y despojados, que destaca la segunda.

En esta indefinición de la definición es en donde nos movemos los pueblos indígenas de México y sus escritores. De allí la relación que guardan estos pueblos y el gobierno (un buen número de ellos son funcionarios), el carácter suigeneris de la situación de un escritor indígena en relación a otros escritores. Por ejemplo, un escritor no indígena de cualquier lugar, desde niño tiene las posibilidades de ir cultivando su vocación, su aptitud; mientras que un escritor indígena desde niño empieza su lucha por aprender otra lengua que no es la suya, la cual le exigen saber en la escuela, sin la menor posibilidad de conocer la suya, menos de cultivarla o utilizarla para hacer sus primeros ensayos con la literatura. Un escritor no indígena, cuando es joven, alentado por su propio espíritu literario o por las ventajas que ve en su entorno por el hecho de ser escritor, tiene a la mano academias literarias, centros universitarios para que lo capaciten, manuales que lo inducen o ayudan para hacer literatura o, mínimo, ejemplares que le permiten estudiarlos y hacer su literatura inspirado en ellos. Mientras que el joven indígena con aspiraciones literarias, de todas las ventajas que se han mencionado para el no indígena, sólo tiene la última: inspirarse en la literatura en español que ha caído en sus manos, o “favorecido” porque tuvo la oportunidad de trabajar con un cura humanista, un misionero del Instituto Lingüista de Verano, un antropólogo audaz que se acercó a su familia, pero la mayoría porque su esfuerzo y el de su padres lo convirtió en un maestro de educación pública. De esta manera, estos amantes del arte de la palabra hicieron sus primeras creaciones en la lengua española, ya sea poesía, narrativa o canto; pero como el que tiene alma de creador siempre es un espíritu que mira buscando, tratando de encontrar elementos que enriquezcan su obra, pues de tanto mirar de pronto se da cuenta que el material con el que está trabajando le cuesta trabajo adquirirlo y manejarlo, se da cuenta que no es suyo. Es más, mira que él tiene lo suyo, que está sobre él, lo podría manejar hasta con docilidad, porque con él nació, creció, jugó, lloró, es su palabra, y cuando toma conciencia de ello, es cuando nace un escritor indígena.

Algo que puede ser grave es que estos escritores no tienen lectores en su lengua, porque el analfabetismo en la lengua indígena es total; si no tienen lectores, no habrá críticos, correctores, traductores, lo que quiere decir que están condenados a escribir su lengua materna como testimonio de algo que existió

En México, este escritor contemporáneo que un día decidió usar su lengua para expresar sus emociones tiene poco tiempo de que empezó a hacerlo, casi el mismo tiempo en que llegó la letra a su comunidad. Los escritores indígenas con más edad están entre los 50 ó 60 años. La historia de cualquiera de ellos es la de todos: hijo de algún viejo maestro o maestra rural, y si no, de algún afortunado comerciante o artesano convencido de las bondades del saber la “castilla” y la letra. Con sacrificios, tanto de los padres como de él mismo, recorrió grandes distancias para llegar a una ciudad en donde pudiera realizar el objetivo familiar, “para que no sufra lo que aquí se sufre”. Posiblemente egresado de alguna antigua normal rural (el coco de los nuevos políticos) o afortunado al aprovechar aquel momento, cuando se decidió utilizar a los mismos indígenas para que castellanizaran y alfabetizaran a sus paisanos, en que lo invitaron a ser parte de la pomposamente llamada educación indígena. Fue cuando tuvo tiempo, acceso a la belleza y la emoción que despierta la literatura, y empezó a escribir, claro que primero en español, generalmente bordando sobre la nostalgia que provocaba el estar lejos de lo que consideraban su patria. Seguramente que el escribir primero en español no era para demostrar que se puede aprender y dominar otra lengua, era la única que se sabía escribir. Gracias a otras instancias que motivaron el intento de escribir con la propia lengua, fue como comenzó la escritura de la lengua propia en casi todos los pueblos, sobre todo en las lenguas que cuentan con mayor número de hablantes, y por tanto con mayor presencia en el país, como el náhuatl, el maya y el zapoteco. Cada una de estas tiene una historia diferente que muestra cómo llegaron a lo que hoy consideran su literatura.

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La Asociación Civil de Escritores Indígenas, en su página en Internet menciona que en dicha asociación están representadas 22 lenguas indígenas. Si comparáramos el número de escritores en lenguas indígenas con los escritores de cualquier otra lengua, allí también podríamos  encontrar lo que arriba decíamos. Por ejemplo, Oaxaca tiene una población de tres millones de habitantes, de los cuales un millón todavía hablan alguna lengua indígena; sin embargo, el Catálogo de artistas en Oaxaca (Casa de la Cultura Oaxaqueña) menciona 60 escritores, y sólo seis escriben en una lengua indígena; esto tiene que ver con el analfabetismo que existe en esos lugares y las pocas oportunidades para tener una mayor escolaridad. Pero algo que puede ser grave es que estos escritores no tienen lectores en su lengua, porque el analfabetismo en la lengua indígena es total; si no tienen lectores, no habrá críticos, correctores, traductores, lo que quiere decir que están condenados a escribir su lengua materna como testimonio de algo que existió.

Esto podría cambiar si se decidiera hacer de las lenguas indígenas el instrumento de aprendizaje en la educación formal, en la enseñanza de técnicas, de las ciencias, en fin, permitir a los hablantes de estas lenguas ser completos. Ojalá los escritores pensaran y actuaran sobre este problema.

Javier Castellanos Martínez, autor zapoteco. Esta reflexión forma parte del estupendo libro Semillas para sembrar/ Dxebeja Binne. Ensayos bilingües sobre literatura y lengua indígena, en busca de editor, por cierto.