Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 7 de julio de 2013 Num: 957

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Una especie de
resistencia cultural

Paulina Tercero entrevista
con Enrique Serna

Nuno Judice, Premio
Reina Sofía 2013

Enrique Florescano
entre libros

Lorenzo Meyer

Homenaje a
Enrique Florescano

Javier Garciadiego

Los narradores
ante el público

José María Espinasa

Leer

Columnas:
Bitácora bifronte
Ricardo Venegas
Monólogos compartidos
Francisco Torres Córdova
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
Al Vuelo
Rogelio Guedea
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Cabezalcubo
Jorge Moch
Galería
Rodolfo Alonso
Cinexcusas
Luis Tovar


Directorio
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Francisco Torres Córdova
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Cosas

El objeto pulido y claro, de mecanismo simple y poderoso, articulado en mínimas palancas y goznes delicados que levantan el peso interminable de los días. La herramienta trivial, a veces tosca, otras minuciosa, hecha a mano para las manos que así las fortalece y multiplica, meditada con celo y ritmo su eficiencia, que va tramando con el uso una manera personal de cercanía, un modo peculiar de resolver los enredos y severos desafíos de sutil ingeniería con que llenan las horas sus rutinas. El utensilio labrado en la vocación esencial de la materia que lo forma –las arcillas y metales, las maderas, la llama y sus peldaños, el agua y sus múltiples engranes, el paño de los vientos– y entonces la desdobla, le da propósito y sentido, que es decir la dignidad de acierto y solución probada en la memoria. Por eso, en el vaso y la olla, el tenedor y la cuchara, el alfiler, la aguja y el dedal; en la cuchilla, el pedernal y la argolla; en el cántaro y la rueda o en el gancho y el mortero siempre tiembla el íntimo roce con la vida, y en esas cosas suyas el alma concentra la mirada, su comprensión atenta de los múltiples rigores que la turbia eternidad impone a los cuerpos en el mundo. Así nos encuentran las tijeras de hojas cortas y ojos grandes, el peine de finos dientes para largas cabelleras, el abrigo que nos guarda en el armario, los zapatos que caminan nuestros pasos, una cartera vieja y luida que no nos abandona, la pluma fuente antigua en el bolsillo del saco o la camisa o alerta entre las páginas de un libro; el reloj de cuerda, de manecillas blancas y oscuros números romanos y correa de cuero carcomido que prefería nuestro hermano, los lentes olvidados en una banca de jardín en un asilo, un pupitre o mesita de noche, la breve y frágil del reposo o la incesante noche de la ausencia ya cumplida. Esas cuantas cosas llanas, tan necesarias para andar entre nosotros sin tropiezos, que nos hacen menos vulnerables y más que nuestras somos suyos, ya para entonces una línea, un rasgo o un gesto suspendido de la criatura anhelante y confusa que vamos siendo en las edades, de la persona en que asientan y pulen la costumbre irremediable que tenemos de ser quienes somos solos cada uno, en silencio, por el lado ciego del espejo. Esos objetos simples, torneados sus contornos, desgastadas sus orillas, que son nuestra evidencia, un indicio o testimonio de tener o haber tenido un nombre y ciertos ritos cotidianos en la tibia inocencia de la vida. “No sólo me tocaron/ o los tocó mi mano/ sino que acompañaron/ de tal modo/ mi existencia/ que conmigo existieron/ y fueron para mí tan existentes/ que vivieron conmigo media vida/ y morirán conmigo media muerte”, dice Pablo Neruda (“Oda a las cosas”). Así el alcance y la humildad de su presencia y resonancia. Y porque son como somos, también así de contundentes y precisos sus peligros: “En un cajón del escritorio, entre borradores y cartas, interminablemente sueña el puñal su sencillo sueño de tigre, y la mano se anima cuando lo rige porque el metal se anima, el metal que presiente en cada contacto al homicida para quien lo crearon los hombres” (“El puñal”, Jorge Luis Borges)