Sociedad y Justicia
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Mar de Historias

Láminas y tablones

A

yer a media tarde el cielo se puso negro. Empezó a tronar. Sentí miedo y me acerqué a la puerta. Cosa rara, en la calle no había un alma. Tampoco vi a los perros que siempre andan rondando por la carnicería de enfrente. Volví a sentarme junto a mi mesa. Se fue la luz en el momento en que prendí mi radio. Aunque no le ponga atención, me acompaña. Le pedí a Dios que alguien se acercara a mi negocito, ya no digamos para comprarme algo sino para tener a quien hacerle plática.

Sonó mi celular. Era Virgilio, mi esposo, para decirme que en La Pastora se había soltado una tormenta muy fuerte, de seguro iba a prolongarse bastante. Quédate hasta que pase el agua, le aconsejé. Era preferible que regresara tarde a la casa a que tuviera un accidente. Enseguida cortó la comunicación y no alcancé a decírselo. Tampoco me dio tiempo para contarle que en La Perla el cielo se había puesto negro y que estaba asustada, temerosa de que fuera a suceder lo mismo de siempre cuando llegan las lluvias y crece el río. Juntos nos lo arrebatan todo.

II

Hace un año fue el peor para nosotros. Durante un mes batallamos con un chipichipi constante. Luego llovió un día completito. Virgilio acababa de salir al taller cuando escuché los truenos y vi los relámpagos que iluminaban las casas en lo alto del cerro. Enseguida me sobresaltó el golpe de la lluvia al caer sobre los techos. Casi todos son de lámina corrugada, así que aquello parecía un concierto de locos.

Tenía dos cuartos amplios. El de atrás lo ocupábamos nosotros y en el otro puse la miscelánea. Estaban hechos de láminas y tablones. Pensé que el agua iba a tirarlos y decidí salirme a la calle aunque me empapara toda. No quería que me sucediera lo mismo que le pasó a doña Consuelo: hace ocho años nos cayeron unas lluvias muy fuertes y el río se desbordó. Varios días después de la última tormenta encontramos a doña Consuelo atrapada bajo los escombros de su casa. Por ser la única de mampostería en toda la cuadra era su orgullo. Gracias a Dios no hubo más muertos.

Aquella mañana antes de salir agarré una toalla para cubrirme la cabeza. Mi madrina decía que el cabello de las mujeres tiene mucha electricidad y atrae los rayos. Al llegar a la puerta vi que la lluvia estaba tremenda y me quedé. Mis vecinas habían hecho lo mismo. Les grité: ¿Cuánto durará esto? Emma, la zapatera, levantó los brazos pero no oí lo que me dijo. La lluvia que nos inmovilizaba también nos ensordecía. Pensé en Virgilio. Ojalá que el aguacerazo no lo hubiera agarrado en la micro. Los choferes manejan a toda velocidad aunque llueva a cántaros. No les importa el peligro.

Al ver el cielo comprendí que la lluvia iba para largo. Ni modo de pasarme las horas en la puerta cuando tengo tantísimo quehacer.

Sin luz, ni modo de planchar. Busqué mi cuaderno para escribir la lista de lo que Virgilio y yo compraríamos el sábado en La Merced. Me tardé mucho en hacerla porque no lograba concentrarme: con un ojo veía el reloj, calculando el momento en que Virgilio llegara al taller para hablarle por teléfono, y con el otro miraba hacia la calle, en donde la lluvia era como una cortina gris que me borraba toda la acera de enfrente. Quise repetir lo que rezábamos en el internado cuando llovía pero sólo recordé: San Isidro labrador, quita el agua y pon el sol.

III

No cociné porque no sentí hambre. Afuera seguía oscuro y lloviendo. En mis cuartos la luz volvió como a las cinco de la tarde. Al ratito se fue. Me dieron ganas de llorar pero me aguanté para no fallarle a mi madre. Ella murió cuando mi hermana Carmen tenía cuatro años y yo tres. La conocimos poco y yo no la recuerdo. Según mi abuela, mi mamá derramó por adelantado la cuota de lágrimas que nos tocaría derramar en la vida a Carmen y a mí. Con esa conciencia se fue tranquila del mundo.

Un chiflón abrió de golpe la ventana. Me acerqué a cerrarla y vi que la corriente en la calle bajaba rebotándolo todo. Cerré la puerta de la miscelánea y me puse a limpiar la casa. Mientras sacudía los muebles recordé cómo mi esposo y yo fuimos comprando nuestra cama, la tele, el ropero, la mesa. Sentí feo al recordar los trabajos que pasamos para que Noriega, el dueño de la tienda, no se llevara las cosas cuando nos atrasábamos con las letras. Cada semana pagar y pagar y siempre adeudábamos un montón.

Un documento se vencía el viernes siguiente. Llamé a Virgilio para recordárselo y de paso para decirle que estaba cayendo otra tormenta en La Perla. Él sabe que la lluvia muy fuerte me asusta, que los rayos me hacen temblar porque en el rancho en donde crecí, en las noches lluviosas nos contaban la historia de Félix: un arriero que por guarecerse de la tempestad se paró bajo un árbol y allí lo mató un rayo.

Virgilio me preguntó qué tal iban las ventas. Le dije la verdad: hasta ese momento, ninguna y con tanta lluvia no tenía muchas esperanzas, por eso mejor iba a cerrar. Ya cuando pasara el mal tiempo volvería a abrir. Estuvo de acuerdo y me aconsejó que aprovechara ese rato para descansar un poco.

Me acosté y cerré los ojos. No sé cuánto tiempo me habré quedado dormida. Me despertó un ruido muy fuerte, como si un camión hubiera chocado contra mis cuartos. Me levanté y alcancé a ver la puerta desprendiéndose y los raudales de agua entrando a mi cuarto. Afuera se oían gritos y carreras. Sálganse, corran. Salté de la cama y obedecí sin saber adónde iba.

La lluvia me golpeaba la cara, me hacía cerrar los ojos. Iba como ciega entre las corrientes de agua lodosa que bajaban de todos lados. Retrocedí muchas veces, en una de esas me tropecé.