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El gran Gatsby
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Fotograma del la cinta dirigida por Francis Scott Fitzgerald
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uestra época es esencialmente trágica, por ello nos negamos a verla trágicamente (D.H. Lawrence, 1928). El gran Gatsby, de Francis Scott Fitzgerald, una novela clave del siglo XX estadunidense, fue uno de los trabajos literarios más incomprendidos y menospreciados. Publicada en 1925, con un tiraje de 20 mil copias, algo notable para la época, aunque apenas suficiente para un autor de celebridad ya establecida, vio reducida su difusión en un segundo tiraje a sólo 3 mil ejemplares, hasta volverse una curiosidad editorial hacia 1940, cuando el autor muere a los 44 años (según refiere David Denby en The New Yorker). Desde entonces su notoriedad se ha incrementado considerablemente, ganando múltiples lectores, un claro reconocimiento académico y una popularización instantánea a través de diversas adaptaciones cinematográficas, como la del británico Jack Clayton, en 1974, con Robert Redford y Mia Farrow en los papeles estelares.

Apenas sorprende entonces que un realizador tan atento a los prestigios y mitos literarios, al barniz modernista del espectáculo digitalizado y a todos los híbridos musicales, como el australiano Baz Luhrmann (Romeo + Julieta, 1996; Moulin rouge, 2001), acometa una nueva versión fílmica del clásico de Fitzgerald con situaciones nuevas y arriesgadas, como la de proponer la narración desde el punto de vista de un Nick Carraway, amigo del protagonista, recluido en un hospital y aquejado de todas las adicciones y dolencias imaginables, o la de parodiar los fastos y el laborioso glamur de los dorados años 20 neoyorquinos con un despliegue escénico digno de un parque temático de decadencia burguesa en Las Vegas. A lo largo de una fastidiosa primera parte, El gran Gatsby de Luhrmann asesta todos los lugares comunes sobre la maravillosa era del jazz que uno pensaba agotados desde aquella cinta de Alan Rudolph, Los modernos (1988).

Si a esto se añade el recurso ya casi obligatorio de la 3D para una inmersión total en el parque temático mencionado, el espectador queda literalmente abrumado por el desfile de estirados figurines humanos, mujeres de pechos planos y vestimenta luminosa, hombres vestidos de frac con inseparable copa de champaña, bailarinas negras simulando la versión Harlem de alguna Josephine Baker, y una mansión de altas torres en Long Island, simulando un castillo de cuento de hadas. Ese cuento no es otro que la enésima versión del gran sueño americano y su derrumbe ineluctable, capturado a través de ese otro gran mito nacional que encarna el arribista Jay Gatsby, el del self-made man, hombre tallado por esfuerzo propio, que aquí sólo es simulación y mentira, una larga mitomanía vuelta objeto de murmuraciones y escarnios públicos, pasto para el morbo colectivo y para una admiración pasajera que con el tiempo y el desgaste de las reputaciones, ya sólo admite un frío desdén generalizado.

Luhrmann rescata con acierto el clima social que sugiere la novela de Fitzgerald, las dos orillas, East Egg y West Egg en Long Island, que respectivamente representan el triunfo de una aristocracia rancia y los vanos denuedos de los allegados al festín ajeno, aquellos trepadores sociales que suplantan el buen gusto y la elegancia (en definitiva inaccesibles) con una opulencia artificiosa, por vocación propia inocultable.

Cuando el australiano Luhrmann cree agotada la pirotecnia visual de las grandes fiestas, las tomas aéreas de un Nueva York improbable a partir de imágenes computarizadas, y la parodia fácil de seres decadentes y acartonados, se decide a explorar en una segunda parte, abocada de lleno a la pasión estéril de Jay Gatsby (un Leonardo di Caprio esforzado y justo) por una Daisy Buchanan (Carey Mulligan), el conflicto de ambos con el intratable Tom Buchanan (Joel Edgerton), que pronto se vuelve un formidable enfrentamiento entre la prepotencia de una clase dominante, la burguesía de sólido abolengo, y aquella otra, a la que pertenece el misterioso Gatsby, que lamentablemente aspira a brillar a lado suyo o a superarla en esplendor en la tierra de las grandes oportunidades.

En el terreno de las mitologías instantáneas queda el carisma de Jay Gatsby y su espontánea sonrisa y camaradería que de inmediato seduce al narrador Nick Carraway (Tobey Mc Guire), quien admite ver en él al caballero que podía creer en ti tanto como habrías querido creer en ti mismo. La relación de los dos amigos muestra aquí mayor sustancia que la obsesiva infatuación de Gatsby por la inalcanzable Daisy.

Finalmente, la mayor novela estadunidense sobre el vano esfuerzo y las ilusiones perdidas tiene en la muy desigual cinta de Baz Luhrmann una ilustración sucesivamente frívola y compleja. Si Scott Fitzgerald se quejaba con el crítico literario Edmund Wilson de que ningún comentario periodístico, incluso el más entusiasta, tenía la menor idea de lo que trataba la novela, algo similar habría de suceder con sus versiones fílmicas, laboriosos esfuerzos por trasladar a la pantalla una obra magistral y oscura, en última instancia inabarcable.

Twitter: @CarlosBonfil1