Opinión
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Experiencia y evaluación en el trabajo de los docentes
C

orría el mes de junio de 1964 cuando una numerosa comitiva de la SEP, encabezada por el entonces oficial mayor, profesor Mario Aguilera Dorantes, visitó la región lagunera durante varios días para supervisar los avances del Plan de Once Años, iniciado en 1960, con el que las autoridades se proponían abatir la reprobación y la deserción en la educación primaria.

Como parte de las actividades de aquella jornada, se concentraron unos 3 mil niños de primer año en algunas escuelas de los principales municipios de la región. El plan de supervisión incluía que los funcionarios señalaran, al azar, niños para que mostraran sus conocimientos en matemáticas y avances en lectoescritura de acuerdo con el programa escolar.

Después de visitar varias escuelas y observar el desempeño de los alumnos de primer grado, el oficial mayor quedó muy impresionado por la desenvoltura de los estudiantes de la escuela Felipe Carrillo Puerto de Torreón y por su maestra, de nombre Amelia Casas Álvarez. Además, al preguntarle con cuántos alumnos había comenzado el ciclo escolar, ella dijo: con 67. Y continuó preguntándole que cuántos terminaron el año, y ella respondió: 67. Y cuántos aprobaron: también 67 señor, contestó la maestra.

De aquella visita, de la que fue testigo José Santos Valdés, gran educador y forjador del normalismo rural, le surgió la idea de hacer un breve libro que narrara la experiencia de trabajo docente de la maestra Amelia, y lo llevó a cabo. En el texto señala cosas muy importantes, como que los buenos resultados de la maestra no son producto de la acción de una sola persona. Y destaca también que la escuela de Amelia tiene buenos resultados por su organización, por su disciplina, por su trabajo y porque maestros alumnos y padres de familia, desde hace muchos años constituyeron la más admirable unidad educativa que en un medio como el nuestro pueda encontrarse. La escuela, se informa en el libro, “está ubicada en un barrio pobre y sus alumnos son hijos de obreros, campesinos, artesanos, pequeños comerciantes y modestos burócratas…” También señala que en ese plantel se propusieron organizar democráticamente la vida escolar, dando la debida participación a los alumnos en la vida de la misma. Además, que Amelia, “durante el primer mes de trabajo, se olvida del programa y se dedica a ejercicios de maduración… Sabe que los niños necesitan aprender a hablar libres de temor”.

A la maestra Amelia no le aplicaron una prueba estandarizada para evaluar su desempeño docente; al contrario, su experiencia fue difundida por Santos Valdés. En realidad, muchos maestros de aquella región eran como ella. Egresados de normales como la de San Marcos, Zacatecas, tenían una orientación de trabajo social con la comunidad y de trabajo con los alumnos en condiciones de máximas carencias.

Años más tarde, en 1976, se produjo una experiencia de varios profesores recién egresados de la Escuela Nacional de Maestros, quienes fueron enviados a trabajar a una escuela cuyos salones eran láminas de cartón sostenidas con varas y palos, todo construido por los padres de familia. El sitio se encontraba al pie de un cerro en Xalpa, Iztapalapa.

La experiencia que durante tres años vivieron los jóvenes maestros que ahí llegaron está narrada en un testimonio publicado con el título de Aulas de emergencia, y su autor, Samuel Salinas, es uno de ellos. Ya con la responsabilidad de avanzar en el programa, sin contar con salón de clases, mobiliario ni libros, recuerda el autor una reflexión de los primeros días: ¿En cuál clase de didáctica me enseñaron qué hacer frente a la rebeldía? ¿Qué maestro me dictó el apunte donde explicaba cómo controlar la disciplina en el grupo? ¿En qué examen de la normal me preguntaron la técnica de dar clases al aire libre, entre gritos de vendedores y alegres ladridos? ¿Qué álbum lleno de estampas entregué algún día donde expusiera mi investigación sobre piojos y excrementos?

Con los padres de familia, los maestros tuvieron que pelear por todo. Por unas aulas de emergencia, por algo de mobiliario, por los libros para todos los alumnos. Oficios y comisiones para todas las oficinas. Y a dar clases con la inspiración de los autores que habían leído, lo mismo Freinet que Ramírez, Neill, Makarenko, Vasconcelos, Anibal Ponce y Freire. Bailaban los consejos de los pedagogos grandes en los intentos continuos por conseguir una llave distinta que abriera, primero el corazón del niño, que provocara sus sentimientos, que nos permitiera ir de la vida a la ciencia, del lenguaje común al algebráico, de lo urgente a lo mediato, así dice el testimonio.

Los maestros y los padres de familia lograron la construcción de una escuela en forma y le pusieron Aníbal Ponce. Forjaron una comunidad de trabajo con los niños también. Pero en 1979, con el pretexto de que querían hablar de la masacre del 2 de octubre en Tlatelolco en una ceremonia cívica, fueron cambiados de adscripción varios de los profesores por autoridades arbitrarias que querían cortar de tajo una experiencia de trabajo colectivo. Esos maestros eran representativos de una generación de normalistas urbanos con mentalidad transformadora y de entrega a su trabajo docente.

Ninguna prueba estandarizada puede evaluar experiencias como las aquí reseñadas.