Opinión
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C

onocí a José María Pérez Gay muchos años antes de verlo por vez primera. Corrían, textualmente, los años 90 del siglo pasado cuando en una recurrente tertulia se saltaba sin orden ni concierto de un tema a otro de la literatura y la cultura mexicanas con Sergio González Rodríguez y Antonio Saborit. Las anécdotas y las historias sobre Chema eran como las pequeñas olas que llegan a la arena caliente de la playa: refrescaban y animaban las conversaciones. Eran tan esenciales como el mar, regresaban siempre.

Ante mi imaginación sin freno los relatos de Sergio y de Antonio, a los que se sumaban de cuando en cuando los de Rafael Pérez Gay y Luis Miguel Aguilar, me llevaban de la sorpresa al asombro, del pasmo al mundo de las maravillas. Era tanta la fascinación que se expresaba sobre el personaje que era Chema, que me parecía como si me hablaran de uno de los titanes griegos narrados por Hesiodo, a un tiempo Cronos y Mnemosine. O como si escuchara a Homero mientras pensaba en el Ulises. Tales eran los triunfos y las aventuras que se narraban.

En una ocasión, mientras Lligany Lomelí nos contaba cómo comenzaba a poner orden en el archivo personal de Salvador Novo, llegó a la plática La estatua de sal, las transgresoras memorias de Novo que ¡aún en la medianía de los 90! podían escandalizar a alguna casta y pudorosa moral. Entre los pocos que habían leído el manuscrito que preparaba Carlos Monsiváis estaba su entrañable amigo Chema, quien, claro, lo había animado entre aplausos a seguir adelante en su empresa, muerto de la risa de imaginar a Novo y a Xavier Villaurrutia en el centro de la ciudad de México de los años 20 persiguiendo a jóvenes alijadores y choferes de camión con, según contaba Novo, una insaciable sed de carne y una audacia a la vez segura de mi belleza y mi posibilidad de comprar caricias. Con la asidua interlocución de Chema, Carlos creó El mundo soslayado, ensayo inmejorable que sirvió como prólogo a La estatua de sal. En la esquina de Cadereyta y Tamaulipas estaba el Café Luna que nos acogió esa noche de conversación y, como a unos pasos estaba la emblemática casa familiar de los Pérez Gay, el recuerdo de Chema nos cubrió con su manto hasta el amanecer.

Muchos años pasaron hasta que vi a José María Pérez Gay de cuerpo presente. Me quedé mudo. El especial timbre de su voz, fuente de encantamiento, competía con su sonrisa como un sol, fuente de alegría y sabiduría sin par. En ese hogar que con amor ejemplar construyó con Lilia Rossbach, y al que llegué invitado por Alma, aprendí mil y un cosas. Desde la necesidad de llenar los espacios de flores para hacer fulgurar la luz en nuestras casas, hasta la importancia de recibir con fiesta a los amigos, y convertir en tema de discusión y carcajada el más pequeño suceso en sociedad. En esa primera ocasión la cena se convocó para redactar la carta que proponía la candidatura para el Premio Príncipe de Asturias a Emilio García Riera, el inolvidable autor de los 18 tomos de la Historia documental del cine mexicano y del libro con mejor título que conozco: El cine es mejor que la vida, las memorias de su vida y la de su generación. Entre recuerdos de su casa de la calle de Cadereyta y de sus caminatas para llegar al mítico cine club del IFAL la carta quedó preciosa, pero el premio nunca se lo otorgaron a García Riera.

Tiempo después, gracias al ímpetu de Carmen Lira me senté con Chema para proponerle reunir una serie de ensayos sueltos que me había encontrado y, con ellos, editar un libro. Así nació La supremacía de los abismos, un recorrido por la historia de los horrores que los hombres nos legamos durante el siglo XX y que, narrado con tal sabiduría, cuidado y amor por las palabras, se lee como si de poesía se tratara.

En esas ocasiones en su estudio viví los más grandes privilegios. Aprendí de sus vivencias en Berlín y de la crianza que le regalaron doña Alicia y don Pepe en su casa de Cadereyta; de sus conversaciones con Paul Celan y de sus lecturas en su casa de Cadereyta; de sus cómicos encuentros con embajadores y gobernantes en Leipzig, Bonn, París o Lisboa y de su primeros textos en su casa de Cadereyta; de su correspondencia con Elías Canetti y de las primeras cartas de amor que escribió y recibió en su casa de Cadereyta. Supe que en la escritura y en el arte de la conversación Chema seguía cabalmente lo expresado por su amigo Gabriel García Márquez en una carta de 1963 enviada a Plinio Apuleyo Mendoza: Para mí es casi un problema moral el hecho de que no deben usarse más palabras de las que exige la acción.

Por todas estas razones y por muchas otras más, guardadas, estoy seguro, en la memoria y el corazón de miles de hombres y mujeres de México, hago una propuesta a todos los dignatarios que tengan alguna facultad para llevarla a cabo: cambiar el nombre de la calle de Cadereyta por el de José María Pérez Gay. Y es que hoy lo sé de cierto: es un titán de los contados por Hesiodo y un héroe griego de los narrados por Homero. Con su voz, su sonrisa, su escritura, su mirada y su sabiduría, ninguno como Chema supo honrar a la calle en la que creció y a la que amó en su recuerdo como nadie. Esa calle merece que el nombre y la grandeza de José María Pérez Gay la ilumine hasta el fin de los tiempos.

Para Lilia, Mariana, Pablo y Alma

Twitter: cesar_moheno