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Gloriosa recuperación
U

na de las zonas que suele ser de las menos visitadas en el Centro Histórico, a pesar de que guarda construcciones, murales e historias notables, es la Plaza de Loreto y sus alrededores. Se encuentra a dos cuadras del Zócalo, sobre la calle de Justo Sierra pasando el antiguo Colegio de San Ildefonso. De repente, aparece la bella plaza que podía estar en Roma.

En el pasado hemos hablado de ella y siempre lamentamos el deterioro que guardaba. Ahora eso se ha revertido y las casonas y templos del entorno lucen gloriosamente su esplendor: Santa Teresa la Nueva y Loreto, que da nombre al lugar; totalmente diferentes en estilo y materiales: una de cantera y la otra de tezontle con sus detalles de chiluca. Junto con las nobles construcciones dieciochescas que la bordean, integran un sitio de distinción privilegiada, que remarca la elegante fuente, que estuvo antes en el afamado Paseo de Bucareli, obra del excelente arquitecto Lorenzo de la Hidalga.

Las dos primeras sinagogas que hubo en la ciudad de México al principio del siglo XX, en estilos totalmente diferentes, también tiene presencia en la plaza; una de ellas ahora es centro cultural y los domingos suele ofrecer buenos recitales. También está la Universidad Obrera, que fundó Vicente Lombardo Toledano y ocupa parte de la construcción del antiguo colegio jesuita de San Gregorio.

A una cuadra, sobre la calle de Venezuela, se levanta el mercado Abelardo L. Rodríguez, que ocupa el lugar de otra institución jesuita: el Colegio Máximo de San Pedro y San Pablo. Ya hemos mencionado que fue uno de los frutos del nacionalismo que surgió del movimiento revolucionario, que entre sus manifestaciones buscaba llevar la cultura al pueblo. Una de sus mejores expresiones fue el muralismo. Que mejor lugar que un mercado, donde además del alimento terrenal, se llevaría al pueblo alimento espiritual al decorarlo con arte.

El arquitecto Antonio F. Muñoz realizó la edificación en 1935, aprovechando la prolongación de la calle de República de Venezuela. Como se usaba en la época, incorporó varios estilos: en la fachada principal prevalece el estilo neocolonial, que buscaba recuperar la arquitectura barroca, aunque también aparecen elementos del estilo funcionalista, de moda en Europa en esos años.

Ya hemos dicho que en el interior del mercado los puestos de verduras, frutas y abarrotes conviven con los murales de artistas como Pedro Rendón, Pablo O’ Higgins, Ángel Bracho, Antonio Pujol, Raúl Gamboa, Ramón Alva Guadarrama y Miguel Tzab Trejo. Lo innovador de esas ideas cruzó las fronteras y atrajó a artistas como las estadunidenses Grace y Marión Greenwood, quienes pintaron los muros de las escaleras. Ellas pasaron varias vicisitudes para lograr realizar la obra, entre otras, obstáculos que ponía Diego Rivera, según comenta Pablo O‘Higgins en una carta que les manda a Nueva York, en 1934; les dice: No le crean a Rivera es un hipócrita y está tratando de obtener para él, el cubo de la escalera. No sabemos que pasó, pero finalmente la pintaron ellas, eso sí, con un estilo muy parecido al de Diego.

Otro extranjero que se unió al proyecto fue el japonés-estadunidense Isamu Noguchi, quien habría de convertirse en famoso escultor internacional. El realizó un extraordinario altorrelieve en el segundo piso, integrando la obra de 20 metros de largo a la arquitectura. Un trabajo excepcional que representa el triunfo de la clase obrera sobre el fascismo.

Volvemos a hablar de ello porque dentro de la renovación de la zona se restauraron todos los murales y el altorrelieve, que bien valen la pena una visita, así como al Teatro del Pueblo, decorado por Roberto Montenegro, que se encuentra en el ámbito del mercado. Aquí tiene la oportunidad de comer fresco, sabroso y muy económico, en una de las fonditas que abundan entre los puestos de verduras y frutas, algunas de las cuales se encuentran debajo de un mural. Un lujo ¿no cree usted?