Opinión
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Mar de Historias

Sigo buscándote

A

unque lo niegue, Francisco se da cuenta de la forma tan acelerada en que Luisa se ha ido consumiendo desde hace cuatro años, desbaratándose como un terrón de azúcar en un vaso de agua. El deterioro de su esposa lo hace temer las peores consecuencias, en secreto lo martiriza y apenas le deja vigor para mostrarse optimista y enérgico ante ella.

En los momentos que encuentra a su mujer aislada en el silencio y la apatía, Francisco la toma por los hombros, le reitera su amor, la mira, le suplica que no pierda la fe, le recuerda que la búsqueda de Ángel está en las manos de Dios y de las autoridades. Nuestro Señor tiene misericordia, los licenciados y los agentes pistas. ¿No le basta?

Han pasado cuatro años desde que Ángel desapareció y también los vecinos siguen esforzándose por dar con el paradero del niño. Lo quieren, lo conocen desde que nació, asistieron a su bautizo, celebraron el diente que le brotó a los ocho meses; conmovidos lo vieron dar sus primeros pasos, le festejaron sus comienzos en la escuela. A todos les consta que aquella mañana el niño salió feliz de la mano de su padre rumbo al kínder mientras Luisa se quedaba llorando porque el menor de sus hijos, el que ya no esperaba, dejaría de acompañarla en la casa por las mañanas.

Cuando la intervención del Todopoderoso y los agentes no bastan para lograr que Luisa supere su depresión y recobre el interés por la vida, Francisco le confiesa que al verla siempre tan triste él se siente huérfano, abandonado, perdido, sin las fuerzas que necesita para seguir buscando a Ángel. Refuerza su argumento con otro más poderoso: le recuerda a su mujer que además de Ángel tienen otros hijos.

Para hacerlos presentes ante Luisa, Francisco los menciona: Víctor, Jacqueline, Edgardo. Ellos la necesitan, ansían sus caricias, su atención, sus consejos. No se lo han dicho pero él lo sabe. En cambio, ignora que en el ánimo de sus tres hijos mayores surgen a veces la envidia y el rencor hacia el hermano ausente, el que por cuatro años los ha despojado de la ternura y la atención de su madre, los ha vuelto sombras como si fueran ellos los verdaderos desaparecidos.

II

Al escuchar a Francisco, Luisa abandona su aislamiento. Dispuesta a refrendar sus deberes de madre se acerca a sus hijos. Pide que la comprendan, que traten de entender su dolor, que no es lo mismo perder a un hijo que a un hermano. Les suplica que no lloren, los abraza, les jura que los ama, que también piensa en ellos todo el tiempo, que le importan más que nada en el mundo. Vuelve a abrazarlos, a disculparse por estar triste. No es por su gusto. Siempre hay algo que le recuerda al hijo que no está, que desapareció y la tiene sumida en la angustia, en la urgencia de buscarlo y encontrarlo sin importar lo que tenga que hacer, así sea quedarse de rodillas ante Dios por el resto de su vida o presentarse otra vez ante las autoridades. Eso significa soportar un nuevo interrogatorio que la enfrente a todo lo que ignora acerca de la desaparición de Ángel.

No puede precisar la hora de la tarde en que ocurrió porque ella había salido a comprar unos estambres. Está segura de que antes de salir lo vio jugando en la azotehuela con una rueda de bicicleta. Al volver de la compra fue directamente a su cuarto y se puso a tejer.

Recuerda que empezaba el noticiero de las siete cuando llamó a su hijo para que la ayudara a enredar una madeja. No obtuvo respuesta. Atribuyó el silencio a una travesura. Algunas veces, para escapar de hacer la tarea o de alguna obligación que le parecía desagradable, Ángel se ocultaba en los sitios más inesperados de la casa y sólo reaparecía después de que su madre acababa desgañitada de tanto llamarlo.

El día de la desaparición, Luisa, sus hijos mayores y más tarde Francisco llenaron otra vez con sus gritos de búsqueda la casa, el edificio vecino, la calle, los comercios, la iglesia, la delegación, el hospital. En ninguna parte obtuvieron respuesta y hasta la fecha sigue siendo así. A pesar de eso, y por encima del abatimiento, renace la esperanza a raíz de una pista cualquiera, un rumor vago, el comentario de alguien que asegura haber visto en el Metro a un niño que bien podría ser Ángel.

III

Entonces recomienza la búsqueda: infierno y cielo al mismo tiempo. De día Luisa se aventura por las calles. Las recorre al azar, guiada por el instinto, la sospecha, alguna de las corazonadas que la hacen detenerse durante horas en un crucero con la certeza de que entre los transeúntes distinguirá a su hijo. Delgadito. Alto. Pelo castaño. Ojos cafés. Boca regular. Camiseta a rayas, pantalón vaquero, tenis. Así iba vestido el último día que ella lo vio hace cuatro años.

Dormida, Luisa no escapa a su tarea. En sueños llama a su hijo más pequeño y se dirige a él como se les habla a los muertos en sus tumbas. Le dice que la casa sin él se ha vuelto inmensa, que su padre lo ama, que sus hermanos quieren invitarlo a jugar, que sus cosas están en el sitio en donde él las dejó.

Por último, en su sueño le confiesa algo que nadie sabe: cuando se queda sola en la casa recorre los cuartos y se asoma debajo de las camas, revisa los clósets, mueve el refrigerador, levanta la mesa-camilla y vacía el canasto de la ropa sucia con la esperanza de que él salga de allí, muy divertido, como lo hizo una tarde de domingo.

Pero el niño no está en ninguna parte, ni le responde cuando en sueños le grita: Hijo: ¿me escuchas? Te estoy buscando. En ese momento el sueño copia la realidad amarga de una ausencia que aún no tiene fin. Hijo: sigo buscándote.