Opinión
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Desde el Primero de mayo
E

l Primero de mayo era la fiesta internacional del trabajo y los trabajadores. Se conmemoraban luchas y reconocimientos de derechos sociales fundamentales y se celebraban avances sostenidos en el nivel de vida de millones de trabajadores. Después de las destrucciones de los años 30 y el desastre humano de la Segunda Guerra, el mundo pudo transformarse y, al calor del gran equilibrio catastrófico que significó la Guerra Fría, dar lugar a plataformas robustas de protección social basadas en pactos profundos de corte político e ideológico.

Cristianos, liberales, que no liberistas, socialistas y, a su modo, también comunistas e izquierdistas, dieron lugar al magno edificio de los estados de bienestar y al fin de la época al atrevido experimento civilizatorio resumido en la Unión Europea. Luego, todo cambió.

Nosotros, merced a la Revolución y los gobiernos que, emanados de ella, quisieron darle continuidad en formas y perspectivas de justicia social basadas en el trabajo organizado y asegurado, transitamos por esos senderos sin poder dar a los trabajadores la dignidad que merecen y alguna vez reclamaron. En materia de seguridad social nos quedamos a medio camino, y en los derechos laborales no hemos hecho sino retroceder. De ello dan cuenta los salarios empantanados, el predominio de la informalidad en el mundo del trabajo y la fragilidad e insuficiencia de las organizaciones proletarias que apenas sirven para defender a sus agremiados, cuando no para asegurar el enriquecimiento impune y desfachatado de los sedicentes líderes. Lo único universal en nuestro escenario laboral es el desamparo.

Si hay algo inseguro, aparte de la vida diaria, es el trabajo asalariado formal, con contrato de trabajo, prestaciones y acceso garantizado a la atención de la salud y las pensiones. Junto con ello, los salarios apenas crecen y la mayoría que los percibe confirma semana a semana su precariedad y pequeñez. Nos hemos vuelto contemporáneos de todos los hombres, como quería el poeta, pero por el lado oscuro del planeta, donde reina un desempleo sin parangón y los derechos ganados son puestos en la picota por pequeños gobernantes que representan a no menos oscuros gnomos de la Alta Finanza, donde se resume la regresión política y social que ha llevado a la revolución de los ricos que estudia Carlos Tello.

Nunca había habido tanto proletario en el mundo, y nunca habían estado tantos a la intemperie de la explotación y el deterioro humano precoz. Desempleo y subempleo, precariedad laboral y expectativas aplanadas, sin rumbo ni futuro de progreso, se dan cita en la juventud, entre la que imperan la incertidumbre y el desaliento. Hay inconformidad, pero impera el desaliento, y los esfuerzos esplendorosos de los indignados y los ocupantes de Wall Street o los del original 132, topan con el muro del desconcierto, cuyo cemento sigue siendo el feroz individualismo pregonado por Thatcher y Reagan.

Urge fundir en una nueva conversación al trabajo con el estudio y la cultura a la que, como nunca antes, debe otorgársele el calificativo de bien público. En este proyecto de dignificar y elevar la actividad humana fundamental, toca a la educación superior pública un papel crucial. De aquí la alarma y la tristeza que provocan el vandalismo reciente de hipotéticos profesores en Guerrero y no menos supuestos jóvenes enmascarados en la torre de rectoría, cuyo desenlace no puede ser otro que el debilitamiento de la imagen de la educación pública y la afectación de la vida de las comunidades educativas.

La inconformidad en medio del desánimo generalizado puede dar lugar al desconocimiento de la norma, hasta querer ver en su violación impune el ejercicio de un derecho revolucionario. Pero anomia se queda, y no es posible plantearse la gran reforma cultural y educativa de nuestra sociedad, sin distinguir entre la mascarada agresiva y el reclamo juvenil de un nuevo trato. Así lo han hecho y enseñado varias de las colectividades de la UNAM y su digno rector, sin atender al reclamo de dureza impracticable que algunos intrigantes apoyadores les exigían como prueba de rigor y congruencia. Ya es tiempo de que los señores de los medios y del dinero entiendan de una vez por todas que las universidades no son fábricas. Ni sus rectores capataces.

En este Primero de mayo de nuestras melancolías, el porvenir mexicano y mundial se teje como tiempo nublado. La salida está, qué duda cabe, en una renovación de la política que no podrá siquiera empezar a darse si no se inscribe en escenarios mayores de participación ciudadana y comunitaria donde la organización de los trabajadores es vector primordial.

Es en rondas intensas de deliberaciones e intercambios de proyectos para el país, donde la protección universal de la sociedad articule el resto de las visiones e iniciativas para la reforma a fondo del Estado, en las que debería aterrizar el tan vapuleado Pacto por México. Su tan anunciada zozobra sólo podrá impedirse apelando a nuevas formas de cooperación y diálogo entre actores cuya representatividad no se reduzca a la que dan las boletas electorales.

De esto y más, dada nuestra interdependencia geográfica y económica, deberían encargarse los presidentes Obama y Peña Nieto y sus respectivos equipos gobernantes. Como también deberían hacerlo las comunidades organizadas que todavía quedan en el mundo del trabajo y la educación.

La economía es, obligadamente, trabajo y ciencia aplicada; como el mercado es, obligadamente, ocupación bien remunerada, salud y educación, entendidas como derechos, innovación como fruto de la investigación y el quehacer colectivo que sólo una Universidad segura y protegida puede prover. Algo se nos perdió en el camino del cambio y hay que recuperarlo pronto, reconociendo lo que es fundamental para que el sudor rinda sus frutos.