Opinión
Ver día anteriorSábado 27 de abril de 2013Ver día siguienteEdiciones anteriores
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El DF: ¿un protoparadigma?
H

ace algunos años, viajé en automóvil a Tijuana en camino hacia San Diego. Hay algo en las ciudades fronterizas que siempre resulta extraordinario: son una suerte de territorio de nómadas. La gente ahí no busca identidad, sino trabajo. Lo cual convierte su atmósfera humana en un alivio. Para el nómada, el pasado es una estación lejana en el tiempo, y el futuro un lugar demasiado incierto como para hablar de él. Nadie pregunta de dónde viene uno ni hacia dónde se dirige –o, para ser precisos, casi nadie–. Los lugareños son distintos. Una suerte de guardianes de la posta. Me estacioné cerca de la avenida Revolución para entrar a un banco. La señorita que atendía la ventanilla, al descubrir que mi cuenta era del DF, frunció el ceño y me pidió que me hiciera a un lado, porque ninguno de mis asuntos (cambiar un simple cheque, enviar un giro y revisar un saldo) tenía fácil solución. Transcurrió media hora y salí a fumar un cigarro. El parabrisas del coche (que llevaba placas del DF) estaba hecho añicos. Una ralladura en la puerta decía: ¡Fuera chilangos! Con el alma sin saber qué hacer y sin un quinto, decidí proseguir el camino hacia San Diego.

La semana pasada regresé a Tijuana. Un viaje de ida y vuelta, tan sólo para impartir una conferencia sobre la historia de otros nómadas. Hablé sobre Michaux, Hermann Hesse y otros escritores que no supieron –u odiaron– ser sedentarios. Al final nos fuimos a cenar con una parte del escaso público. Gente muy diversa: estudiantes, un historiador célebre, un par de empresarios, un cura. En algún momento empezaron a hablar del DF (‘¡Trágame tierra!’, me dije). Cuál no sería mi sorpresa cuando empezaron a elogiar los segundos pisos, el programa de bicis ecológicas y la libertad de las mujeres para decidirse por el aborto. Elogiaban incluso las ¡manifestaciones políticas!, de las que tanto se quejan los automovilistas de la ciudad. Los manifestantes, afirmaba un estudiante probablemente de la carrera de sociología, crean un ambiente civil que inhibiría la violencia. “Entre las balas del narco y los manifestantes –decía–, prefiero los manifestantes.” El argumento jamás se me habría ocurrido, pero igual tiene algo de sentido. Compartí su deferencia con las reformas que han hecho un poco más digna la vida de las mujeres en el DF. Pero trataba de explicar que la política de los segundos pisos se centraba en los automovilistas y dejaba a un lado al peatón. O que el programa de bicis ecológicas se reducía a unas cuantas y escasas colonias. O que el proyecto del Metrobús no estaba del todo libre de corrupción. Pero ellos insistían. En esta inesperada visión (o revisión), el Distrito Federal aparecía como un lugar al que se proponían mandar a sus hijos a estudiar a la UNAM o a la UAM; o donde los que se habían ido querían regresar. Y, sobre todo, apreciaban que la vida fuera un poco más segura que en las ciudades del norte.

Lo que me impresionó no sólo fue la rapidez con la que pueden cambiar los estereotipos que se hace la gente (en este caso sobre el DF y los chilangos), sino la percepción de los cambios que han ocurrido en la vida cotidiana de la capital, y cuya dimensión no logramos (al menos los que vivimos aquí) aquilatar del todo.

En los últimos 15 años, desde que el PRI salió del gobierno, las reformas a (en) la ciudad se han sucedido una tras otra. El apoyo universal a la tercera edad y a las madres solteras, que representan los primeros indicios de lo que en un futuro podrían ser los sustentos salariales de quienes no encuentran empleo o requieren suplementos para compensar los bajos ingresos. (La ironía es que se otorgan también a quienes no los necesitan.) La transformación radical de la tolerancia hacia las diversas preferencias sexuales, los matrimonios gays y las comunidades de convivencia. Uno de los pocos territorios donde las mujeres pueden decidir el futuro de sus embarazos de manera pública y no clandestina. La inversión pública masiva en calles, parques, puentes, etcétera, que es el piso esencial del empleo moderno. Los intentos (todavía escasos) de sustituir el coche por la caminata y la bicicleta. Los esfuerzos por retomar el desarrollo de la educación pública superior (con las dificultades y tropiezos que ello implica, como en el caso de la UACM). La lista es sin duda larga. Tal vez, todo ello ha creado una densidad civil única en el país. No es que las prácticas convencionales de la corrupción, la impunidad y el clientelismo no perduren, pero junto a ellas las reformas sociales, civiles y de género de la última década y media han impulsado una opción que convierte al DF en una suerte de protoparadigma (un paradigma apenas en construcción) de lo que podría ser una política alternativa para otras ciudades del país.

Una de las condiciones que hicieron posible este viraje –no la más importante de ellas, aunque significativa– ha sido el amplio espectro de fuerzas que han participado en su gobierno desde 1997. Fuerzas que sólo tienen en común el hecho de se encuentran fuera del círculo de las prácticas que han distinguido a ese bloque donde las alianzas entre el PRI y el PAN consiguen las mayorías electorales en casi todo el país. La relativa autonomía del DF con respecto a las políticas que han provenido de Los Pinos marca sin duda una ruptura en la historia política reciente.

A cuatro meses del inicio de su mandato, la pregunta es si el gobierno de Miguel Ángel Mancera está realmente decidido a seguir manteniendo esta relativa autonomía. La reforma sobre la protección de animales es loable. Pero se debe más a las iniciativas de la Asamblea que del gobierno mismo. ¿Por qué la docilidad entonces frente a la absurda cruzada contra el hambre encabezada por Rosario Robles? ¿O frente a la reforma educativa? Cierto, el DF tiene poca injerencia en el aparato educativo oficial, que sigue siendo aquí federal. Pero tiene voz, presencia y apoyo de los mejores expertos del país. No se le exige a nadie (tan sólo por representar a la oposición) beligerancia por la beligerancia frente al gobierno federal. Pero la ciudadanía se ha ganado a pulso la autonomía conquistada. Y la ciudad es hoy un poco más civil y un poco menos cruel gracias a ella. De su defensa depende la calidad misma de la vida en todos sus ámbitos.