20 de abril de 2013     Número 67

Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER

Suplemento Informativo de La Jornada

El modelo extractivo minero

Gustavo Castro Soto Otros Mundos AC / Red Mexicana de Afectados por la Minería (Rema) / M4


FOTO: Misión de Observación Civil

En cada proyecto minero hay algún tipo de conflicto con la empresa, misma que argumenta que los opositores no desean el desarrollo. También se dice que no debería haber oposición a la actividad minera porque todos usamos sus productos, lo cual es cierto. Sin embargo, el problema no es el mineral en sí mismo, sino el modelo que sustenta su extracción industrializada.

Para lograr el objetivo de mayor ganancia y acumulación de capital, la industria busca disminuir sus costos aumentando la pobreza: mejora su tecnología, abarata los costos de la materia prima, disminuye tiempos y distancias, paga menos a la trabajadora y al trabajador, evita impuestos, logra nulas regulaciones ambientales y legales, se aprovecha de tratados de libre comercio, obtiene créditos blandos, busca servicios baratos o gratuitos (agua, energía, infraestructura, etcétera), externaliza los costos sociales y medioambientales y logra subsidios, entre otras fórmulas.

La actividad extractiva –antes concebida como actividad minera, petrolera y gas– ahora implica toda la extracción industrial directa e indirecta sobre los bienes comunes naturales convertidos en “recursos naturales” por medio de precio y dueño: petróleo, gas, carbón, tierras, minerales, madera, agua (embotellamiento, represas de almacenamiento, etcétera), energía, pesca industrializada; material genético de plantas, animales y humanos; elementos químicos, captura –sumideros– de carbono, producción de oxígeno, monocultivos de la agroindustria y de las plantaciones forestales, granjas camaronícolas, etcétera. O la industria que extrae y sobreexplota la mano de obra, las tierras y los territorios; el agua, los minerales y la energía convertidos en tomates, soya, piña, madera y carne, entre otros.

De esta forma, el “modelo de la industria extractiva” es el conjunto de actividades a gran escala para sacar, extraer, obtener o separar elementos de la naturaleza, que le incorpora precio y dueño con el fin de obtener el mayor lucro posible, y que evita restituir, reparar, mitigar, compensar, consultar e informar, sin asumir los costos de dicha extracción. No toma en cuenta aspectos ambientales, ecológicos, culturales, políticos, sociales, económicos o locales. Elimina sus propias fuentes de reproducción y acumulación de capital; no toma en cuenta el tiempo para que los bienes comunes naturales se reproduzcan, ni considera el agotamiento y el daño irreversible sobre el medio ambiente. No considera las consecuencias a largo plazo, concentra tierras, fulmina territorios, expulsa pueblos y determina las inversiones de infraestructura pública y privada para facilitar la extracción. Sus intereses están por encima de los derechos humanos. Los actores de este modelo tienen nombre: las cada vez más grandes corporaciones supranacionales.

En este marco hablamos del “modelo extractivo minero” que el capitalismo transforma en una industria que aumenta el cambio climático, que no genera cadenas ni procesos económicos locales importantes para la gente, concentra grandes extensiones de tierra y despoja de sus territorios a muchos pueblos originarios. Transfiere enormes recursos y ganancias a las grandes corporaciones sin dejar casi nada, sólo pobreza y grandes consecuencias sociales y ambientales.

La industria extractiva minera gira en torno a la lógica y la estrategia del capital financiero trasnacional, pero también a las condiciones y actores político-económicos internacionales de cada país. Entre 1990 y 1997, a nivel mundial las inversiones en exploración minera crecieron en 90 por ciento. Y en América Latina el aumento fue de 400 por ciento, equivalente a una inversión acumulada de 17 mil 300 millones de dólares. Esta región se convirtió así en la principal receptora de capitales mineros en todo el mundo, a pesar de representar sólo 30 por ciento del total de las inversiones mundiales.

A fines de los años 90s sólo diez empresas controlaban el 50 por ciento de la producción mundial de cobre; tres empresas el 70 por ciento del hierro y seis compañías el 90 por ciento del aluminio. La proporción mundial de oro que cubría América Latina pasó de cinco por ciento en 1980 a 10.3 en 1990 y a 14.9 por ciento en 2004. En la actualidad, la extracción de plata durante 26 meses y la aurífera de seis meses es equivalente al tesoro colonial comprendido durante ¡120 años!, entre 1530 y 1650. Y con un mismo ritmo, cuatro años de extracción de plata y un año de oro es equivalente al tesoro colonial arribado a España desde la Conquista hasta la emancipación de las colonias americanas en 1808. Por su lado, México produjo 2 mil 747 millones de kilos de plata en 2002 (igual al 16 por ciento de la producción mundial, y a más de la producción del resto de América en una década) y hoy supera a toda la plata extraída de América y arribada a España durante la Colonia.

Por tanto, el problema no son los minerales, ni las rocas, los metales, los no metales y otros bienes comunes naturales de la corteza terrestre, sino el sistema capitalista y su modelo extractivo que depreda la naturaleza, la tierra, los bienes comunes naturales, por la acumulación incesante de capital generando economías de enclave. Esta carrera es insustentable y habrá que combatirla.

Ganancias extraordinarias de la minería en México

Carlos Rodríguez Wallenius Profesor investigador de la UAM-Xochimilco

En México se vive un verdadero boom minero, impulsado por la gran demanda internacional y los altos precios de los minerales (la plata subió 800 por ciento en diez años), lo que invita a las grandes corporaciones a obtener ganancias extraordinarias, es decir, réditos mayores a los que usualmente se obtienen en otras ramas productivas. Y no es para menos, pues los gobiernos neoliberales (desde Salinas hasta la fecha) han puesto todas las condiciones para que los capitales mineros inviertan en nuestro país: modificaciones a la Ley Minera en 1993 y a la Ley de Inversión Extranjera en 1996, que facilitaron a las empresas extranjeras tener propiedades y concesiones en minas. También desde 1994 el Tratado de Libre Comercio de América del Norte abrió las puertas a las compañías estadounidenses y canadienses.

Esta base normativa creó las condiciones para que desde los primeros años del siglo XXI se instalaran y expandieran una importante cantidad de mineras, sobre todo provenientes de Canadá. Ello se refleja en el espectacular incremento de la producción de minerales (el oro creció 266 por ciento en la década reciente), y en su propagación en casi todo el territorio nacional: en la actualidad hay 732 proyectos en exploración y por desarrollarse, 75 por ciento de ellos son canadienses, aunque también se ha dado un crecimiento de empresas mexicanas. De igual manera, se expresa en que las corporaciones tienen concesionado para exploración o explotación el 25 por ciento del territorio nacional.

Un elemento que facilitó la expansión de la minería en la mayor parte del territorio nacional es la liberación de las concesiones, que permite apropiarse de los subsuelos y de los minerales que existan en él. Las concesiones para realizar obras de exploración, explotación y beneficio tienen una duración de hasta 50 años, prorrogables otros 50. Además pueden aprovechar cualquier mineral que encuentren y hasta los veneros y escurrimientos de agua que provengan de la explotación minera son para las empresas.

El colmo es lo que el Estado mexicano cobra por los derechos de concesiones y asignaciones mineras: en el mejor de los casos van al erario público 222.54 pesos por hectárea concesionada al año, una verdadera bicoca para la magnitud del negocio.

Sin embargo, para las comunidades, los ejidos y las poblaciones rurales donde se asientan las actividades mineras y se remueven las toneladas de tierra, donde se contamina y destroza el entorno, los beneficios son mínimos, básicamente se reducen a la renta de las tierras en las que se realiza la actividad minera, y los apoyos y ayudas a la comunidades cercanas a las minas.

Respecto a la renta de tierras, resulta el principal mecanismo de distribución de recursos, puesto que los terrenos no son comprados por las empresas; los campesinos siguen siendo sus dueños (o del agujero que quedará). Los precios puedan variar mucho, por ejemplo en la minas de El Filo-Bermejal, en Mezcala, Guerrero, después de intensas movilizaciones de los ejidatarios de Carrizalillo, el precio de la renta pasó de mil 400 pesos a 32 mil anuales por hectárea. Pero en otras zonas la cosa está más triste: en la mina El Peñasquito, en Zacatecas, la explotación más grande de oro del país, la empresa GoldCorp logró convencer a los ejidatarios a rentarles 4 mil 700 hectáreas por unos cien millones de pesos por un periodo de 30 años.

El otro mecanismo es el de apoyos, ayudas o donaciones a las comunidades, que incluyen construcción y reparación de obras de infraestructura e iglesias, así como el patrocinio de festividades religiosas, escolares y deportivas. Estos apoyos son sumamente discrecionales pero multipublicitados por las empresas. Un ejemplo es el ejido La Griega, en Chicomuselo, Chiapas; allí la empresa Blackfire se comprometió a mejorar los caminos, hacer un tanque de agua, una clínica médica y una escuela, todo por trabajar en 284 hectáreas.

Si comparamos los ingresos que tienen las empresas por la venta de los minerales producidos en las minas frente a los gastos transferidos a las comunidades (tanto renta de tierras como apoyos diversos), se puede observar la expresión descarnada del despojo: GoldCorp da el 2.9 por ciento en la mina El Filo-Bermejal; Blackfire pretendía otorgar el 1.25 por ciento de sus ganancias y en Peñasquito GoldCorp transfiere el 0.065 por ciento por el oro que se lleva.

Minería: Neocolonialismo y neocolonialidad


FOTO: Arturo Alfaro Galán

Andrés Juárez

El extractivismo en México no es una novedad y el pretexto desarrollista como canto de sirenas para las clases políticas y sociales tampoco lo es. Las variantes están en el discurso, en el uso ambiguo de palabras como progreso, desarrollo, crecimiento, bienestar, sustentabilidad, crisis, discurso usado para justificar que en la división internacional del trabajo el país siga siendo, como ha sido desde la Colonia, un botín de materias primas para el crecimiento industrial de Europa y Estados Unidos y nada más.

Mientras los avatares del discurso desarrollista han variado, el resultado del proceso no tanto: hay poca diferencia entre un mercader alemán del siglo XVII, dueño de la deuda de la Corona Española, cobrándose con los minerales de América Latina, y un corporativo trasnacional del siglo XXI cobrando favores mediante concesiones mineras a los gobiernos impuestos por el capital privado, pero eso sí, siempre en pos del progreso y bienestar del pueblo.

Lo novedoso en la era neoliberal es la virulencia y ferocidad de la expansión del extractivismo. Por ejemplo, durante la Colonia se extrajo la mitad del oro del que se ha extraído en los diez años recientes de neocolonia. Además, actualmente México es el segundo extractor mundial de fluorita, plata y bismuto, esenciales en la producción industrial de fármacos y aleaciones metálicas, entre otros usos, y figura de manera destacada en la exportación de cobre, plata, zinc, fluorita, yeso y manganeso a Estados Unidos.

Los centros de producción de verdades hegemónicas han variado. En el siglo XVII la Corte determinaba, producía y divulgaba lo que debía ser el comportamiento, la decencia, el tipo de consumo y las aspiraciones sociales. Las cortesías, la forma de amar, de comer, de vestir... El impacto de las cortes en la difusión del discurso desarrollista era insignificante junto al actual aparato propagandístico de los neocolonizadores: la televisión, el cine y el internet.

Durante la Colonia se exportaban materias primas y se importaban manufacturas para la oligarquía. Ahora se continúa exportando materias primas para la industria inmobiliaria y electrónica de Estados Unidos y Europa, e importando manufacturas, alimentos industriales y vestido, para una clase media dominada por el aparato propagandístico y engordada para servir de alimento al propio sistema.

Globalización del bien, localización del mal. El neocolonialismo extrae no sólo materias primas, sino que se apropia de territorios, culturas y funciones ecosistémicas (cuando un ecosistema deja de funcionar por externalidades negativas de la minería, el costo de esa degradación es una plusvalía al bien extraído) y por vía de la transferencia asimétrica de bienes y servicios ambientales de unos sectores de la sociedad a otros. La acumulación de riqueza de las élites por desposesión de los dueños de los recursos naturales. Mientras cinco familias mineras mexicanas entran a la lista de los multimillonarios del mundo, cinco millones de mexicanos se suman a la cifra de pobreza extrema en el país. Mientras se extraen materias primas que benefician a trasnacionales, en las comunidades locales se introduce la contaminación del agua, la degradación del suelo, la división social y ruptura de las instituciones comunitarias, la destrucción de los flujos y funciones de los ecosistemas, el encono y enfrentamiento entre los pueblos y los gobiernos y su efecto inminente en la paz, la justicia y el respeto a los derechos humanos.

La neocolonialidad atraviesa por el discurso del terror. La guerra, el acecho de la violencia, la deuda externa, el terrorismo de Estado, la crisis económica y el desempleo que nos amenazan constantemente. Este petate del muerto nos lleva a aceptar que se requiere mayor industrialización del mundo, en crecimiento con forma de espiral; a justificar la expansión del extractivismo con la seducción de las inversiones; a permitir la precarización del empleo urbano, pero sobre todo del rural; a ignorar y a tolerar la intensificación de la liberación comercial y desregulación, sin dimensionar ni prevenir los costos de los conflictos socioambientales que se generan.

Los gobiernos se niegan a ver y fomentar la reproducción de modelos de progreso y bienestar que no están fundamentados en el consumo, ni fomentados por las inversiones externas, ni anclados en la fantasía de la felicidad individual. En cambio, se enamoran ciegamente de propuestas externas. En la era neoliberal se ha puesto una mesa con vajilla de plata para los inversores internacionales; así, en el país el costo por hectárea concesionada para extracción minera es de 65 pesos –en cualquier otro país del mundo se cobra por cada tipo de material extraído y por porcentaje de la producción–, las concesiones son a largo plazo y no se obliga a los concesionarios a internalizar el costo del deterioro socioambiental.

En un Estado controlado por las élites económicas, que no ha sido capaz de fomentar el ahorro rural ni de anclar a los migrantes ni de hacer que regresen los cerebros y la mano de obra a las comunidades, la seducción del dinero contante y sonante en la mayoría de los territorios locales resulta irresistible. El resultado es que actualmente el 25 por ciento del territorio nacional está concesionado y las pocas resistencias están siendo aplastadas atrás del reflector de los medios de comunicación y de la sociedad civil.

Desde esta óptica, el neocolonialismo minero es una serie de políticas que permite a las potencias centrales apropiarse de procesos y territorios, bienes comunes y conocimientos, a un costo mínimo, pagando a los Estados cuotas simbólicas a cambio de la quimera del empleo y el consumo y, por otro lado, la neocolonialidad es una serie de propagandas para aceptar, asimilar, interiorizar, demandar productos, manufacturas, sistemas de comunicación, que enriquecen a las grandes ciudades y producen millones de hambrientos y desposeídos tierra adentro. Entre estos dos procesos se encuentra México atrapado. Buscando un camino alterno.


Perú

La disputa por la soberanía y el desarrollo

Nury García Córdova Socióloga peruana y activista medioambiental, militante del Movimiento por el Poder Popular

La minería es una de las actividades extractivas con crecimiento constante en Perú. Desde 1990, con el gobierno autoritario de Alberto Fujimori, las políticas de ajuste estructural dieron énfasis a reformas legislativas favorables a la inversión privada minera. El actual gobierno de Ollanta Humala, aunque llegó al poder por su propuesta de la gran transformación, continúa con una política conservadora y una economía eminentemente extractivista. Ante ello, los conflictos sociales han aumentado en intensidad contra-hegemónica, sin que la mano dura del gobierno pueda quebrarlos.

Ollanta Humala sigue una política de reprivatización de la economía, con un modelo basado en la concentración de la riqueza y la exportación de materias primas.


FOTO: Global Humanitaria

Para Ollanta, la actividad extractiva minera, con proyectos de inversión de más 53 mil millones de dólares, debe protegerse porque gracias a ella se mejorarán las políticas sociales para lograr la “inclusión social”; sin embargo, se omiten las políticas de productividad necesarias para superar la condición de país primario exportador, cuyas características de nueva colonización no permiten reducir la desigualdad. Además Ollanta sigue el enfoque del “perro del hortelano”, del ex presidente Alan García, que culpa a las comunidades campesinas de su extrema pobreza al negarse a poner en valor sus cerros y tierras, y no dejar que otros los hagan productivos. Son argumentos que siguen justificando la apropiación de las tierras comunales y recursos del subsuelo, dejando a un lado el incentivo de otras actividades productivas, que ocupan a mayor población. La minería da empleo al uno por ciento de la Población Económicamente Activa (PEA). De estos empleos, el 65 por ciento son eventuales y con remuneración precaria y cada cinco días y medio muere un minero empleado.

De los 270 conflictos sociales en el país, más de la mitad son socio ambientales: hay confrontación entre población y empresas extractivas. Bagua, Conga y Cañaris son ejemplos de la imposición de proyectos contra la voluntad popular, que resiste de múltiples formas. De estos conflictos, el 64 por ciento es por la defensa del agua y de recursos del subsuelo. Del total del territorio concesionado para la minería en el país, 24 millones de hectáreas, sólo el 0.56 por ciento se explota, es decir que el capital financiero asegura su renta a 15-20 años por medio de contratos de venta futura con países como China y Canadá.

Respecto a la situación del agua, la cuenca del Pacífico cuenta con el 1.8 por ciento del volumen total de fuentes de agua para atender al 70 por ciento de la población rural y costeña del país. La cuenca del Atlántico cuenta con el 26 por ciento de volumen para abastecer a la población andina y amazónica. Sin embargo, ambas cuencas presentan altos niveles de contaminación.

En esta disputa lo que está en cuestión es el modelo de desarrollo y la soberanía sobre el territorio y bienes naturales; sobre qué se decide, quiénes y cómo. El problema no es sólo el extractivismo, sino el interés trasnacional de los gobernantes, y también la debilidad de las fuerzas del cambio para proponer alternativas de desarrollo auténticamente sostenibles.

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