Opinión
Ver día anteriorSábado 30 de marzo de 2013Ver día siguienteEdiciones anteriores
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El misterio de las campanas
N

unca preguntes por quién doblan las campanas/ doblan por ti. Lejos de este anuncio fúnebre que John Donne escucha en su tañido, un regocijo próximo a la exaltación me invade cuando escucho su repique volar por los aires. El repique de las campanas se esparce alrededor mío y aleja los confines del horizonte de un mundo más amplio donde revolotean gotas sonoras de luz en su pentagrama invisible.

El largo invierno que aún no acaba en Francia abrió, el pasado 9 de marzo, una de esas ventanas por donde deja asomarse un aire más ligero y tibio. Anticipo de la primavera, primicia de días mejores. En lo alto de la Montagne Sainte-Geneviève, una de las colinas de París donde se levanta el monumental Panthéon, se yergue también la iglesia de Saint-Etienne-du-Mont. De sus piedras talladas emana esa tarde una blancura prístina. Me detuve un instante a mirar su campanario, tan hermosamente extravagante como el resto de la construcción gótico-renacentista que atravesó cuatro siglos, a partir de su fundación, en 1222.

Un inesperado redoble me causó una sorpresa tan estrujante como la dicha súbita que respiré. Jovial adelanto del repique de campanas aún calladas, expuestas con su silencioso peso en la catedral de Notre-Dame de París.

Tañidos quedos, cuando sólo resuena su eco, evocan las imágenes alegres del despertar al mañana, del visitante que suena a la puerta. Campanillas de una relojería que extrae, suave y puntual, de los sueños para recordarnos quiénes somos. Campaneo que avisa, acaso, un amigo. Imágenes de una memoria ancestral donde el sonido de las campanas se funde con el crepitar de las llamas. Recuerdos inmemoriales de una doble epifanía: fuego y campaneo se funden en aliados en su aparición.

Al descubrir el fuego, el hombre crea con sus manos el primer instrumento sonoro, vaso de agua, vaso donde tintinea su voz. Explosión del instante sin ayer ni mañana, llamarada de los tiempos que al fin se consumen celebrados por el repique jubiloso de las campanas desde hace más de 4 mil años. Tintín, tantán, tic-tac. Incesante columpiar del badajo, oscilación del péndulo. Durante siglos, desde lo alto de las iglesias, las campanas daban la hora a los pobladores del lugar.

La espera de la inauguración de las nuevas campanas de Notre-Dame no hace decaer la sorpresa. Consumación del deseo, no por esperada es menos inesperada. La antigua campana mayor, con el peso de sus 13 toneladas y de sus 330 años, emitió tres largos y graves tañidos accionada por ocho hombres a las cinco en punto de la tarde de la víspera de Ramos. Bautizada Emmanuel (1686) por sus padrinos Luis XIV y María Teresa, se la llamó también con el nombre de esta reina.

Tercera habitante de la torre sur de la catedral, reservada a la campana mayor, sucesora de Marie (1378) y de Jacqueline (1400), Emmanuel fue la única sobreviviente a la destrucción de las otras campanas durante la Revolución. La mala acústica de cuatro campanas menores, ya sustituidas en 1856, decidió su cambio al mismo tiempo que la instalación de las cuatro que faltaban en esa torre y de una campana mayor, bautizada Marie, de menor talla que Emmanuel.

Por fin, sonaron las nuevas campanas, exaltante carillón pronto acompañado, en un revoloteo de ecos, por Marie.

Al escucharlas sin verlas, en el atrio de Notre-Dame, cerré los ojos y veo, expuesta en el Kremlin, al zar Kolkol (1735), la más grande de las campanas creadas, con sus 202 toneladas, la cual nunca sonó, acaso castigada con una fisura por su ambición. Parpadeo y veo una campana de la catedral mexicana: doña María (1578), la más antigua de ellas, sucesora de la fundida con el acero de un cañón de Hernán Cortés.

La catedral, ¿no fue construida con piedras de las pirámides? El repique de las campanas revive lugares y cosas en apariencia desparecidas, sólo ocultas. Su tañido resucita seres y espíritus por quienes doblaron un día. No preguntes por quién. Alégrate al oírlas, ¿No anuncian tu resurrección?