Opinión
Ver día anteriorSábado 30 de marzo de 2013Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Neocallismo
L

a autonomía que cobró el Poder Legislativo en las elecciones de 1997 sólo permaneció enhiesta un periodo. Después de los comicios de 2000 empezó a perder vigor hasta volver a su antiguo papel de órgano sometido al Poder Ejecutivo con la reciente reforma que sustituye el término de fuero por el de inmunidad parlamentaria para los legisladores.

Esta reforma, que exenta al presidente de la República y violenta, por tanto, el principio de seguridad jurídica, elimina el fuero de los representantes populares y de otros servidores públicos. Los diputados, luego del diferendo entre la Cámara de Diputados y el Senado, excluyeron de la norma al presidente de la República. Como si en nuestra historia no hubiesen sido los individuos con tal investidura los responsables de los mayores y más execrables delitos cometidos por funcionario alguno.

El PRI se opuso desde un principio a que el Presidente pudiera ser sometido a proceso penal, como el resto de los servidores públicos. Con su postura, el nuevo PRI ha dejado claro que opera bajo la inspiración de Plutarco Elías Calles y su actual sucesor, el ex presidente Carlos Salinas de Gortari, y quizá de algo aún más antiguo. No se sabe, a todo esto, qué ocurrirá en el Senado.

Desde que se inició la serie de reformas políticas con la de 1977, ninguna ha tocado la casi impunidad constitucional de que goza la figura del presidente de la República. Así se ha mantenido desde que Calles concentró todo el poder en sus manos –o, de trasmano, según el presidente impuesto por él por medio del PNR, abuelo del PRI.

Cuando Lázaro Cárdenas se saca de encima al Jefe Máximo de la Revolución, ya los diputados –y todos los servidores públicos de elección ciudadana– que antes tenían la facultad de ser relegidos, habían perdido esa posibilidad (1932) gracias al PNR controlado por Calles. El PRI surgió de su asamblea 21 sellado por el neocallismo: su presidente formal, considerado el primer dedazo de Peña Nieto, lo conduce a ungir al propio Peña con el antiguo título —omitido pero climatizado— de Jefe Nato de ese partido.

Imagino un escenario giratorio. El anverso da hacia el público. Allí, el presidente Enrique Peña Nieto, rodeado de su gabinete, ofrece a los espectadores la fuerza y la efectividad perdidas en el pasado para convertir en hechos las llamadas reformas estructurales. Lo escuchan atentos los conspicuos integrantes de las fuerzas vivas. El reverso da hacia bambalinas. En una silla semejante a la presidencial, pero más grande, se puede ver a Carlos Salinas de Gortari, rodeado del gabinete de Peña, y a este asintiendo a las palabras del nuevo Jefe Máximo, que no se puso a hibernar luego de concluir su periodo, pero tampoco pudo ejercer el gran poder que le dejaron sus reformas estructurales, sobre todo la privatización de Teléfonos de México, por haber ganado la Presidencia de la República un partido diferente del suyo. Hoy ya lo ejerce.

Con la pérdida de la mayoría del PRI, hace dos sexenios, se vio beneficiada la autonomía del Poder Legislativo, así fuese relativamente y con crecientes deslaves. Después, su derrota benefició la del Poder Judicial, los partidos políticos, los gobernadores y otras autoridades estatales y municipales.

Sin embargo, el ejecutivismo, columna vertebral del PRI, se mantuvo en numerosos estados y preparó, ante la precariedad política y trapacerías de los presidentes panistas, el regreso de esa monarquía absoluta, si bien periódica, disfrazada de poderes públicos constitucionales que encabeza el presidente de la República.

En varios estados tuvo lugar la alternancia en el Ejecutivo; los Congresos, empero, siguieron siendo incubadoras de la función subordinada del Legislativo. Nuevo León es un buen ejemplo. La mayoría, perteneciente al partido del gobernador panista, nunca dejó de ser la aplanadora del antiguo –y vigente– régimen fundado por Calles. Y de ello han dejado constancia los siguientes gobiernos priístas. Una muestra: desde 2004 hubo el intento de legislar en torno a la participación ciudadana. El último de tres fue enviado al resumidero. Así, el Nuevo León de los promocionales primermundistas carece aún de una Ley de Participación Ciudadana. En cambio, ese Congreso ha legislado para restar autonomía a la universidad pública fiscalizando en forma automática sus recursos por la Auditoría Superior del Estado de Nuevo León. ¿En ejercicio de la función de control parlamentario? Bien, pero, ¿por qué no empezar con los partidos políticos y poniendo el ejemplo los propios legisladores de ese control hacia su propia actuación?

A los mexicanos les fue difícil pensarse bajo un régimen republicano y federal. Meses antes de aprobar la Constitución de 1824, no dejaban de asumirse parte de la corona española ceñida por Fernando VII, monarca absolutista de cuña papal. Independizados de España, una y otra vez hemos vuelto al poder unipersonal e incontestable de varios sucedáneos monárquicos.

Hemos tenido, pues, chispazos de republicanismo, democracia y concierto federal bajo un aguacero de palabras que hacen pasar por realidades sus símbolos. Una buena parte de la sociedad se ha democratizado, es cierto. Pero sus luchas no han llegado a ser lo suficientemente amplias, poderosas ni sistemáticas como para cambiar las tradiciones autocráticas de un pasado que ya estaba allí cuando los españoles llegaron. Desde luego, no habría por qué cejar en ellas. Al contrario.