Opinión
Ver día anteriorMiércoles 20 de marzo de 2013Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Optimismo endeble
L

as élites mexicanas rebosan un optimismo casi incontrolable. Un bien orquestado aparato de convencimiento, donde los escenarios juegan crucial rol, se ensambla sin descanso para inducir tan celebrado estado de ánimo colectivo. Ello permite, al mismo tiempo, proponer ciertas transformaciones acompañadas, claro está, de la concentración de poder en la mera cúspide de la pirámide. De esta manera se facilitan y empujan algunos cambios que, se juzga desde una particular óptica oficialista, la nación requiere y, de paso, la figura presidencial adquiere mayor autoridad y presencia cotidiana. Sin embargo, las aguas, por ahora bastante agitadas, acarrean deformaciones que siempre han estado incrustadas en la convivencia y que, al no removerse, achican la capacidad de gobernar.

Cualquier afán transformador tiene que asumir que enfrentará la actual esclerosis del sistema dominante, sumamente atrincherado y reactivo a la efectiva modernización. También hay que considerar la indiferente postura de las mayorías de la población, ya muy afectadas en sus expectativas y esperanzas. Las muchas privaciones y hasta miserias condicionan su participación. No es posible, salvo la manipulación y el cinismo concomitante, recibir el beneplácito de aquellos que serían de varias maneras afectados por los cambios. La más incipiente prevención crítica deberá aflorar de inmediato para mejor calibrar las acciones, leyes o propuestas de políticas públicas pre­sentadas como novedades positivas. Las promesas de horizontes asequibles al simple alcance de retóricas simplonas, aunque sean aderezadas con montajes que trasmitan orden, manejo o fuerza, tienen que tomarse con cautela. Incitar a la duda es parte integral de una actitud inteligente y honesta. Irse de bruces ante cualquier propuesta –más aún cuando todo ello se origina o procesa en medio de una espesa barahúnda burocrática– desemboca, como lo enseña la triste historia de los últimos 50 años de la historia nacional, en desencantos, rupturas y hasta tragedias.

Las recientes reformas asumidas como de gran alcance o calado, ya sea la ya aprobada de educación o la de telecomunicaciones que ahora se tramita en las cámaras, llevan consigo múltiples obstáculos, horizontes discutibles y detalles secundarios que las pueden tornar hasta contrarias al interés popular. El encarcelamiento de la profesora ciertamente alivia, aunque sea por un momento, el trasteo en pos de avances y la puesta en práctica de ciertos puntos medulares de la reforma respectiva. Pero los efectos sobre la tan vilipendiada capacidad del profesorado y, más todavía, de sus derivadas en la conciencia ciudadana, creación de conocimientos, desarrollo con equidad y mejoras en bienestar quedan en suspenso debido a la cortedad de los reales propósitos que, en verdad, la reforma propuesta plantea. La oposición de nutridos conjuntos de maestros (CNTE) apenas empieza, y se teme que crezca en belicosidad. Se supone que el magisterio agrupado en el SNTE, una vez descabezado, se pliegue a las órdenes superiores del gobierno federal, cuyas ofertas fueron de tal catadura que no pudieron ser rechazadas. Si tal panorama se hace presente, es de suponer que la CNTE ganará espacios a costa de sus viejos rivales. Además, la intrincada vida interna del SNTE, ya muy deformada por los muchos años de manipulada corrupción, continúa sin ser atendida. En todo caso, las mejoras educativas, de concretarse, tardarán varios años en hacerse notables.

La reforma en telecomunicaciones, en cambio, contiene muchas reivindicaciones que se han venido gestando desde hace décadas. Los abusos de los concesionarios y sus dañinos efectos tanto en la formación de valores sociales, carestía del servicio y perjuicios en los niveles de vida se han tolerado por demasiado tiempo. El aumento desmesurado tanto de las fortunas personales de dueños y directivos como en poder intimidatorio de los empresarios del sector los sitúan en el ojo de la tormenta que ya se ha formado a su derredor. Sin embargo, poco han sido afectados, menos aún corregidos, y la desconfianza hacia los funcionarios encargados de su control está muy arraigada en la conciencia nacional. Peña Nieto recibe, con la sola propuesta reformadora, el reconocimiento que deriva de la voluntad de enfrentar, por vez primera, a los duros monopolios que, por ahora al menos, actúan a sus anchas, tanto en telecomunicaciones como en televisión y radio. La complejidad de estas industrias permitirá que, a pesar de las intenciones de sujetarlos a control, sus personeros puedan inclinar la balanza de tal manera que no sólo continúen gozando de privilegios indebidos, sino que los ensanchen.

Los avances difundidos sobre la venidera reforma energética no transitan por sendas parecidas a los ensayos mencionados. Al respecto y por ahora, la palabrería generalizadora y hueca abunda como para sacar de ello alguna conclusión valedera. Cimentar los cambios venideros sobre las premisas de crecimiento del PIB a partir del contratismo o la cesión de parcelas de la renta petrolera al capital privado (trasnacional) en exploración, perforación, extracción, transporte o refinación, es repetir la cantaleta nunca concretada de las privatizaciones como ruta obligada de oscuros negocios. Hay que recordar lo alegado en la extranjerización bancaria, ferrocarrilera, portuaria, aérea y demás sectores claves, para prevenirse contra ello. Pemex no debe seguir el camino emprendido por la CFE y sus concesiones a productores privados. Los contratos otorgados en la cuenca de Burgos a grandes empresas extranjeras son muestra adicional de la fallida oferta redentora, prometida con tanta enjundia por el oficialismo entreguista. Aumentar la de por sí innecesaria extracción de crudo para su venta al exterior es un objetivo malsano y contraproducente. Lo debido es fincar a Pemex con sano financiamiento propio que asegure su viabilidad como pivote industrializador. Basta de usar la renta petrolera como sustituto de la debilidad fiscal. No se puede seguir subsidiando a los que no pagan los debidos impuestos, incautando a la petrolera todas sus utilidades y endeudándola (Pidiregas) como retribución.