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Disfrazado para descubrir un asunto criminal
 
Periódico La Jornada
Domingo 17 de marzo de 2013, p. a16

Lleva la peluca bien ajustada, lentes, bigote afeitado. En esta ocasión su nombre es Michael G. y según su documentación falsa tiene 49 años, que tal vez aparente exitosamente por el entrenamiento físico que ha llevado a cabo los meses recientes.

Antes de ingresar a la torre KölnTurm, un rascacielos de la ciudad alemana de Colonia, eleva la mirada para observar la estructura reluciente. Es el año 2009, y en el mundo actual del trabajo, piensa, ya nada echa humo ni esparce hollín como hace décadas lo hacían las fábricas y las minas de carbón. Este es un mundo libre de polvo y oculto detrás de una fachada de acero y cristal.

Carne fresca, exclama un veterano ejecutivo al ver salir del ascensor a una decena de candidatos lo mejor vestidos posible para la entrevista. No importa el currículum, el sexo o la edad. El jefe de equipo evalúa la soltura al hablar y si los interesados exponen de manera convincente sus motivos y argumentos para laborar ahí. Y es que su herramienta de trabajo será una voz segura, familiar, y un discurso persuasivo.

Pocos días después, tras pasar la prueba, Michael se presenta de nuevo en la oficina, un bodegón con unos 100 escritorios sin espacios entre sí. Se pone los auriculares. Hace su primera llamada. Ofrece a una mujer mayor un billete de lotería con un premio muy atractivo. Lo que no le dice, porque así funciona el sistema, es que el número que ella elija lo pueden escoger también otros 250 clientes. No, la verdad es que no me interesa, dice la señora y Michael le da las gracias. El entrenador reacciona indignado: Aquí no es tu obligación tener remordimientos de conciencia. ¡La conciencia la puedes dejar en casa!

La mayoría de las llamadas terminan en fracaso. Pero Michael y los novatos debe tener cuidado, porque si de las 90 o 100 llamadas que hacen cada día no consiguen más de dos ventas, su empleo está en riesgo.

Las autoridades alemanas estiman que desde los call centers se realizan a diario mucho más de un millón de llamadas no deseadas para informar a los clientes de supuestos juegos de azar o sobre ofertas de productos. Lo que los timados reciben después son facturas por cientos de euros. Ello, sin mencionar que el comercio ilegal de direcciones, números telefónicos y datos de usuarios, deja millones a ese tipo de negocios.

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Más tarde, en su casa, sin su identidad falsa, el periodista Günter Wallraff llama a quienes vendió boletos de lotería y les sugiere que cancelen sus compras. En esta nueva infiltración a una empresa no ha puesto en riesgo su integridad física, como sí ha ocurrido en otros reportajes (El periodista indeseable y Cabeza de turco).

Sin embargo, se ha percatado no sólo del engaño y las mentiras con que los call centers timan a los clientes, sino también de las presiones sicológicas y las deplorables condiciones laborales que sufren los teleoperadores.

Para sus nuevos reportajes (Con los perdedores del mejor de los mundos, Anagrama, 2010) Günter Wallraff ha tenido más cuidado, su fama en Alemania no ha dejado de crecer. Trabajadores de las empresas en las que se infiltra lo han reconocido. Tiene suerte, no lo han delatado.

Apurado para llegar a una nueva entrevista en otro call center, el periodista conduce su automóvil por error en sentido contrario. Un policía en motocicleta lo detiene. Wallraff no lleva documentación.

Estoy de servicio, voy disfrazado para descubrir un asunto verdaderamente criminal, me llamo Günter Wallraff, le dice. Usted no es Wallraff, yo esa cara la reconocería, contesta el agente.

El periodista le explica que lleva peluca, gafas y que se ha quitado la barba. Lo convence.

Con un apretón de manos, el policía renuncia a imponerle la multa y al irse le grita: ¡Suerte. Y alguna vez escriba algo bueno sobre la policía! –¡Lo haré, no lo dude! –se despide Wallraff.

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