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Un árbol II
La mayoría de los mortales pensamos que no tenemos raíces, pues –se dirá con verdad– no somos árboles. Sólo los árboles las echan, profundas o no tanto, en la tierra. Yo creo, sin embargo, lo contrario. Estoy convencido de que tenemos igual o más raíces que los árboles. Sólo que las nuestras se enraízan de otra forma. Ayer tuve que cambiar un pequeño arbusto para colocar en su lugar otro, a decir más frondoso. Me costó sacarlo de la tierra. Cada que metía la pala destrozaba sus raíces. Cuando lo vi de bruces sobre el césped, como quien envejeciera prematuramente, no pude menos que pensar en los que –como yo– se tienen que ir o son “arrancados” del país en el que nacieron. Es verdad que uno se va y puede –como los árboles trasplantados– echar nuevas raíces, y estirarlas a lo alto para alcanzar las nubes, pero también es cierto que uno podría vivir tristemente recordando las raíces rotas (calles, amigos, mujer) que dejamos en el país y, si esta tristeza no cede, morir o secarse, tal como los árboles que son arrasados por los ríos que se desbordan o por esos vientos que preceden a las grandes tormentas. |