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Un papa aferrado a la metafísica neoplatónica
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En Roma, habitantes caminan frente a un póster que dice a Benedicto XVI: Siempre estarás con nosotros. Gracias. Este lunes comenzarán en el Vaticano las reuniones de los cardenalesFoto Ap
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e vuelto a leer el libro que Joseph Ratzinger publicó en 1968 bajo el título Introducción al cristianismo. Motivo de mi relectura fue la noticia, el 19 de abril de 2005, de su elección como sumo pontífice de la Iglesia católica. En ese momento Ratzinger llevaba casi 30 años siendo cardenal y más de 10 años ocupando el puesto de prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, la antigua (¡Santa!) Inquisición. Pero antes de ser el funcionario más temido del Vaticano había sido, durante 20 años de su vida, profesor de teología en varias universidades de Alemania, su país natal. Las facultades de Freising, Bonn, Münster, Tübingen y Regensburg lo vieron sucesivamente desempeñarse como el brillante maestro y escritor que fue y es hasta la fecha. Con razón, Introducción al cristianismo fue reditada 10 veces en el mismo año de su aparición. Era el resultado condensado de las conferencias que su autor dio en el verano de 1967 en el Auditorium Maximum, de la Universidad de Tübingen, como curso abierto a los estudiantes de todas las facultades (...)

Desde aquel verano de 1967 (...) hasta la víspera de su entronización como nuevo papa, Ratzinger ha seguido teniendo la misma opinión pesimista sobre la situación que padecen hoy día el cristianismo en general y la Iglesia católica en particular. En contra de los juanitos dichosos, entre ellos especialmente los teólogos de la liberación, que según él anduvieron alborotando la cristiandad con sus ideas baratas y peligrosas, decidió conservar, costara lo que costara, el tesoro de oro que la Iglesia, en un momento dado de la historia, recibió de su amo divino.

Pero, ¿en qué consiste realmente ese regalo?, ¿qué suerte de Dios hizo el obsequio a los primeros cristianos?, ¿qué tipo de Iglesia lo recibió? y ¿en qué momento privilegiado le sucedió esa dicha? Estas son las cuatro preguntas a las que yo quisiera buscar respuesta, siguiendo las huellas que dejó Ratzinger en sus escritos (...)

A Ratzinger no le angustian mayormente los intelectuales que desde fuera ponen en duda lo exclusivo y lo absoluto de la verdad cristiana. Allá ellos. Su preocupación principal se dirige hacia los pensadores que desde dentro pretenden reconstruir la propia casa de la fe, pero en el proceso la destruyen. Aquí pone en un solo costal a los discípulos protestantes de Bultmann, como por ejemplo Käsemann, y a los teólogos católicos progresistas del Segundo Concilio Vaticano, como por ejemplo Hans Küng y Edward Schillebeecks. Tacha de intelectualismo la investigación histórica sobre el proceso de formación y redacción de los evangelios, llevada a cabo por especialistas luteranos alemanes desde hace más de medio siglo. Y descalifica como pragmatismo el aggiornamento postconciliar que en la Iglesia católica se fue logrando gracias a muchos teólogos y agentes de pastoral que operan en la periferia de la cristiandad. En su opinión, ambos le quitan a la fe cristiana su elemento fundamental de escándalo que no permite ser suavizado y aún menos eliminado (...)

El cristianismo es, para Ratzinger, vera religio, no sólo por la revelación en Jesucristo resucitado, sino sobre todo por un suceso único que se dio siglo y medio más tarde, al ser la buena nueva traducida, de la cultura judía en la cual había nacido, a la cultura griega. Gracias a la metafísica neoplatónica los teólogos cristianos pudieron establecer, por vez primera y definitiva, el reclamo de universalidad inherente a la fe cristiana. Más aún, el cristianismo es la única religión en haber formulado de manera explícita la cuestión de la verdad (...)

Ratzinger no pone los cimientos del cristianismo exclusivamente en la recolección neotestamentaria de la prédica del rabino de Nazaret, sino también en la interpretación filosófico-teológica que de ella se hizo siglo y medio después. Y esta interpretación fue, según él, tan espléndida intelectual y espiritualmente que hasta la fecha funciona para la Iglesia católica como norma doctrinal. Una iglesia que renuncia a estos cimientos metafísicos entra inevitablemente en crisis. Y esto pasa precisamente hoy día (...)

Al leer (las) reflexiones (de Ratzinger) le entra a uno cierto desconcierto ante el racionalismo exacerbado del autor. Identificar el logos de la frase inicial del Evangelio según San Juan –con la razón, proclamar a ésta como el fundamento del cristianismo y estigmatizar como no creyentes a todos los que no queremos o no podemos hacer tal ecuación, es, a mi modo de ver, una simplificación intelectualmente indebida. Ratzinger está tan fascinado –para no decir obsesionado– por la ilustración helenista que en los padres de la Iglesia antigua tuvo a algunos de sus mejores pensadores –entre ellos San Agustín–, que no tiene problema en decir que el cristianismo encontró sólo su identidad plena y auténtica al ser pensado y expresado en términos de la metafísica neoplatónica (...)

Esta convicción se vuelve entonces el escudo protector contra el cual rebota y se vuelve inútil cualquier intento posterior de renovación: si es cierto que la verdad de la fe cristiana apareció exclusiva y plenamente en la doctrina de la Iglesia antigua, entonces esta doctrina es inalterable y obligatoria para todas las generaciones posteriores. Todo lo que entonces se formuló sobre Dios, Jesucristo, el diablo, la Iglesia, los sacramentos y la dignidad episcopal, el encargo misionero, los ángeles, la virginidad de María, la condenación de los no bautizados, la salvación reservada a los miembros de la Iglesia: todo eso hay que aceptarlo tal como es. Aquí no hay nada que interpretar hacia abajo o hacia los lados. Planteamientos filosóficos distintos que introducen cambios en esta doctrina apostatan de la metafísica y por eso de la verdad de la fe. La roca sólida sobre la cual esta Iglesia verdadera está construida son las decisiones tomadas en los cuatro grandes concilios de los primeros cinco siglos, el famoso consensus quinquesecularis (Nicea, 325; Constantinopla, 381; Efesio, 431, y Calcedonia, 451). De estos cuatro el primero es el más importante, porque allí se formuló, para siempre, lo que los cristianos católicos siguen rezando como su Credo en cada misa dominical. Ellos no deben buscar ni pueden encontrar el sentido de la vida fuera de aquella fe de los padres o fe apostólica, porque ella es la expresión única y total de la verdad. Un diálogo con otras culturas, religiones o filosofías, en el fondo, no es posible ni recomendable.

Esta manera de pensar no ha quedado restringida a los espacios exclusivos del aula universitaria o del libro especializado; al contrario, ha querido extenderse a lo largo y ancho de la iglesia mundial. En efecto, Ratzinger lleva ya 25 años tratando de imponerla a todos los fieles católicos, primero como prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe –antes Santo Oficio de la Inquisición– y ahora como nuevo papa. Como tal ha procesado a muchos teólogos críticos, ha combatido la teología de la liberación, ha dicho no al sacerdocio femenino, ha condenado la homosexualidad, ha negado el carácter pleno de Iglesia a las confesiones protestantes, ha prohibido la comunión a los divorciados que se han vuelto a casar y ha rechazado un papel activo de los laicos en el gobierno de la comunidad (...)

Sabemos que Ratzinger no se limitó a defender estas ideas –y atacar las contrarias o ajenas a ellas– desde el púlpito y desde el escritorio. También ejerció su oficio de gran inquisidor en contra de personas muy concretas. Uno de los casos más sonados de ese afán de corregir y castigar fue el silencio que en 1985 impuso al teólogo franciscano brasileño Leonardo Boff (...)

Desde Roma (...) los cardenales responsables de las diversas congregaciones no se cansan de mirar por el pensamiento correcto y la actuación debida en todos los rincones de la cristiandad. Así lo experimentó también Samuel Ruiz García, obispo de San Cristóbal de las Casas, Chiapas, al querer establecer entre la población indígena de su diócesis un sacerdocio uxorado, es decir, ordenando a hombres casados, escogidos por la misma comunidad en la cual están viviendo y trabajando igual que los demás campesinos. A diferencia de Leonardo Boff, Samuel Ruiz tenía la suerte de ser obispo, lo que significa, según la doctrina tradicional de los padres de la Iglesia, ser sucesor de los apóstoles. Como tal disfrutaba, dentro de la estructura de poder eclesiástico, de una buena porción de autonomía frente a los funcionarios del Vaticano. Éstos lo dejaron avanzar con su proyecto insólito de formación sacerdotal desde abajo, hasta que llegó el momento de su retirada obligada por haber llegado a la edad canónica de 75 años. Apenas había desaparecido del escenario cuando su sucesor, Felipe Arizmendi, recibió la orden de suspender indefinidamente el experimento, causando en los 26 candidatos, que llevaban más de 10 años preparándose, una desilusión difícil de sanar (...)

Si hay un conservador que tiene sus ideas bien amarradas y desde éstas suele tomar sus decisiones es precisamente Ratzinger. Es difícil que a su edad avanzada cambie y sorprenda con reformas progresistas, aunque los milagros siempre se dan en la Iglesia católica. Dudo que los 26 campesinos de la iglesia autóctona tzeltal reciban algún día la ordenación sacerdotal, más bien temo que en un futuro no muy lejano su iglesia se haga también autónoma, rompiendo los lazos institucionales con su obispo y alejándose definitivamente de Roma. Así tuvo que reconocerlo Hans Küng, cuatro años después de la conversación de Castelgandolfo, al ver la crisis generalizada en la que la Iglesia ha caído recientemente. Tomó la decisión de escribir una carta abierta a los obispos católicos de todo el mundo. Causa directa de esta iniciativa fue la actitud hipócrita de las autoridades eclesiásticas en el caso de los curas pederastas cuyos crímenes habían sido descubiertos en varios países de Europa y América. Pero el motivo verdadero era la falta de visión y decisión del Papa frente a los grandes desafíos de nuestros tiempos. Hans Küng calificó, sin ahorrar excusas, su pontificado como el de las oportunidades desperdiciadas.

Entre las oportunidades desperdiciadas enumera: la de llegar a un entendimiento perdurable con los judíos; la de un diálogo en confianza con los musulmanes; la de una reconciliación con los pueblos nativos colonizados de América Latina; la de ayudar a los pueblos africanos en su lucha contra la sobrepoblación y el sida; la de concluir la paz con las ciencias modernas; la de asumir las reformas recomendadas por el concilio vaticano segundo. Su juicio final es sumamente grave. En sus palabras: El papa Benedicto XVI parece alejarse cada vez más de la gran mayoría del pueblo de la Iglesia, que de todas formas se ocupa cada vez menos de Roma y que, en el mejor de los casos, aún se identifica con su parroquia y sus obispos locales (...).

* Este texto forma parte de la autobiografía intelectual que Jan De Vos terminó unos días antes de su deceso y que intituló He vuelto a leer. El Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social se encuentra preparando su publicación.