Opinión
Ver día anteriorDomingo 3 de febrero de 2013Ver día siguienteEdiciones anteriores
Servicio Sindicado RSS
Dixio
 
Cambiar los usos (y los abusos)
L

a crisis obliga a repensar nuestros criterios para formular y evaluar la acción del Estado y, en particular, su política económica y social. Igualmente, impone revisar las retóricas al uso y tratar de dar a nuestro lenguaje coloquial y especializado mayor precisión, tan sólo para forjar nuevos entendimientos.

Por lo pronto, podemos decir que ya no suena descabellado proponer que la política gubernamental tiene que cambiar, pronto a la vez que pausadamente, en un gradualismo acelerado, como gusta llamarlo Mario Luis Fuentes. Sin menoscabo de los brotes verdes que aparecen y desaparecen en la economía mundial, es innegable que esta crisis ha propiciado una secuela de adversidad y desconcierto que no va a esfumarse de un día para otro.

Por años, el quehacer económico en México se sometió a los teoremas del ajuste externo, destinado a pagar la deuda. Para sus oficiantes se trataba de mandatos inapelables, sustentados en argumentos contrafactuales superficiales, pero presentados como contundentes dentro y fuera del país. Para eso fue decisivo el cambio en el papel de las instituciones financieras internacionales, en particular el FMI y el Banco Mundial, que de la noche a la mañana se volvieron los cancerberos de los países deudores y los guardianes de los bancos multinacionales.

Luego se impuso la parafernalia de la estabilización a ultranza, con sus pactos antinflacionarios y una austeridad que se volvió agresividad sin cuartel para los más vulnerables. Esos pactos, calificados de exitosos por muchos, no dieron el salto para volverse acuerdos para el desarrollo y la estabilidad se implantó como mantra y dogma.

Como se recordará, un extremo se alcanzó con los draconianos ajustes impuestos por el gobierno del presidente Zedillo al calor del así llamado error de diciembre. Al final de su mandato, Zedillo quiso convertir en política de Estado su particular versión de la ortodoxia político económica, amparado en una recuperación notable del crecimiento y por lo que veía como una reforma política definitiva. En ambos casos, se trató de golondrinas que no hicieron verano… y aquí estamos.

Salir del laberinto doctrinario y lingüístico resultante de décadas de desvarío es urgente, pero no será fácil, porque hay demasiados intereses en juego. La estabilidad no es una variable que se pueda comprar en Wal-Mart o importar de las oficinas centrales del FMI, como lo aprendimos dolorosamente, pero lo cierto es que todas las sociedades del orbe, pobres o ricas, emergentes o bajo el agua, la valoran como pocas otras cosas. Y se acostumbran a ver y sentir sus implicaciones y costos como algo natural y hasta bienhechor, aunque en ello les vaya el empleo o las perspectivas de avance social y progreso económico, como lo prometía el viejo paradigma heredado de la otra gran crisis que llevó al mundo a la guerra y la destrucción masiva.

Cambiar, así, puede proponerse como un imperativo, pero las colectividades no parecen siempre dispuestas a, como decía el presidente Mao, anteponer el atreverse.

La trascendencia de la política se hace evidente ante dilemas como el referido: ¿cuánto de estabilidad y cuánto crecimiento? ¿Cuánto déficit y cuánto endeudamiento? han vuelto por sus fueros como disyuntivas acuciantes cuya superación en positivo se ha probado peliaguda, a pesar de los pesares que han sido muy graves y pueden llegar a más, como lo muestra la experiencia de la ahora estigmatizada periferia europea.

La austeridad a rajatabla en medio de una recesión es contra natura, porque pone en riesgo lo más elemental, que es la capacidad de reproducción de la especie y sus instituciones. Y sin embargo, diría un contra Galileo, la losa recesiva y contraccionista no se mueve o no lo hace a la velocidad requerida. Como no lo hace una sabiduría convencional convertida en necedad corrosiva.

De aquí la necesidad de cambiar y pronto, en los modos de razonar las relaciones entre economía y sociedad y entre Estado y mercado, entre la economía y la política. Es la mínima coordinación social, de la que dependen la convivencia y la subsistencia, la que se ha puesto en juego.

No vamos a lograr estas transformaciones, políticas, culturales, intelectuales, si lo que impera es el utilitarismo ramplón, disfrazado de realismo y, peor aún, de pragmatismo. Como lo enseñan los apetitos del nutriólogo que preside el Consejo Coordinador Empresarial, o la intrigante recurrencia a la astrología a que se han dado en la OCDE sus cuadros dirigentes y de estudio.

Un poco de modestia y más de prudencia, como la mostrada hace unas semanas por altos funcionarios y economistas del FMI, quienes reconocieron graves equivocaciones en sus proyecciones para Europa, no nos caería mal en estos trópicos. Sobre todo si las acompaña una efectiva gana de atreverse a soltar las amarras doctrinarias, que a lo largo de los años se volvieron camisa de fuerza de la imaginación política y la cooperación social, nuestras virtudes extraviadas y todavía en la clandestinidad.