Opinión
Ver día anteriorSábado 2 de febrero de 2013Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Monterrey
M

onterrey es una ciudad lúgubre, hostil y borrosa. No exagero. En una ciudad donde soldados y policías se suman a la comisión de homicidios perpetrados por los profesionales de la muerte; donde estos crímenes se cometen en el interior de las casas –y ante los hijos, los padres, las esposas–, en las canchas deportivas, en lugares de esparcimiento, en cualquier calle o barrio y donde ya por regla quedan impunes los verdaderos asesinos, el temor se extiende sobre sus habitantes como un eclipse de sol.

La del Café Iguana fue, en mayo de 2011, una masacre de tantas. Pero con ella, el Barrio Antiguo, la promesa cumplida de una vida nocturna en el centro de Monterrey, se tornó en el subrayado de la lobreguez que se intenta superar en reuniones caseras y, mejor, tras las altas tapias de la arquitectura de ghetto cada vez más extendida en la metrópoli regiomontana.

No hace mucho, el gobernador del estado se reunió con un grupo de universitarios para convivir con ellos en el difundido formato del diálogo unilateral. Cuando tocó el tema de la seguridad y de cómo se habían abatido los índices de las diversas ramas criminales pensé que mencionaría, de alguna manera, al estudiante de la universidad pública Adrián Javier González Villarreal, acribillado tres días antes por policías del municipio de Santa Catarina. Me equivoqué, el gobernante nada dijo sobre ese asesinato.

La reconocida académica y editorialista Alejandra Rangel –hija de Raúl Rangel Frías, el humanista creador de la Ciudad Universitaria y de quien la Universidad Autónoma de Nuevo León, conmemora este año su vida y su obra con motivo del primer centenario de su natalicio– se preguntaba en un artículo publicado por El Norte: ¿Y nosotros qué decimos frente al asesinato de Adrián Javier?

Como dando respuesta a la pregunta, un grupo de estudiantes, quizá una centena, se manifestó en protesta por ese asesinato dentro de la UANL, que cuenta con una población estudiantil de unos 150 mil alumnos.

Poco después, 16 músicos del grupo Kombo Kolombia y varios de sus ayudantes –se habla de cuatro– son secuestrados y al cabo de unas horas, los cuerpos de 17 de ellos aparecen en el fondo de una noria. Se les identifica como habitantes de la colonia Independencia de Monterrey, cuna del movimiento de música colombiana o vallenato en México (Reporte Índigo). Se especula que tenían nexos con Los Zetas y en consecuencia que fueron liquidados por el cártel del Golfo.

Alguien, me parece, pronuncia a la distancia las últimas palabras de míster Kurtz, el extraño personaje ávido del marfil del Congo creado por Joseph Conrad en El corazón de las tinieblas: ¡El horror! ¡El horror!

En el mes de enero, las ejecuciones en Nuevo León sumaron más de cien. Pero en la Presidencia de la República, sus voceros no pierden el opcinismo. Aparte de la gendarmería nacional y otras medidas verbales, también han dicho que el combate al crimen organizado se centrará en las bandas más sangrientas. ¿Desaparecerán, completos, algunos cuerpos de policía como ha ocurrido en varios poblados del norte del país por la unánime violencia desatada?

Es una violencia que por fortuna se atenúa chez los ricos. Ricardo Garza Lagüera no percibió que su hermano Javier lo hirió por accidente en un tobillo con su pistola y lo denunció a las autoridades. Reñían por una herencia. Nada grave. Alguno de ellos o ambos en algún momento aparecerán firmando un desplegado contra la violencia o la inmoralidad y las generaciones futuras verán sus nombres en la nomenclatura de las calles de San Pedro Garza García.

Los intelectuales anteriores a los años ochenta se refirieron a Monterrey, casi sin falta, con una carga elogiosa (los identificados con posiciones oficiales continúan opinando igual). Acaso se trataba de una inercia cuya realidad era verificable. Monterrey había sido una ciudad hermosa –no el yermo inventado por los empresarios y sus panegiristas sobre el cual fue erigido un emporio industrial– entre mediados del siglo XIX y mediados del siglo XX.

José Manuel Prieto González escribió un ensayo titulado Entre ficción y realidad, o la realidad de la ficción: Monterrey a través de la mirada de narradores y poetas (Poéticas urbanas. Representaciones de la ciudad en la literatura, UANL, 2012). A partir de la obra de varios de los contemporáneos, salvo excepciones, la conclusión es compartida: Monterrey es una ciudad fea, gris, dura, agresiva, sucia, contaminada. El autor introduce matices, pero apenas alteran este juicio.

Los escritores estudiados no tocan el fenómeno del narcotráfico y la violencia climatizados. Tampoco el de la incuria brutal de las autoridades ante una ciudad a la que han abandonado física y espiritualmente. Los principales funcionarios de la capital y del gobierno estatal tienen su domicilio (real), sus inversiones, su familia en San Pedro Garza García, como los capos bien, o en alguna ciudad de Texas. No se identifican ya con ella –lo del orgullo regio es otro mito que le han fabricado a la muchedumbre, a los fanáticos de la televisión, el futbol y la idea de un Las Vegas desregulado en el que desbancarán a la casa– para que no se den cuenta de la ciudad en que viven. Un turista no sabría dar con lugar alguno ni en el primer cuadro de la ciudad donde la nomenclatura de las calles se ha borrado.

La cultura de los regiomontanos es cada vez más la publicidad. Sólo así se explica su resignación.