Opinión
Ver día anteriorMartes 22 de enero de 2013Ver día siguienteEdiciones anteriores
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La extranjera
U

na de las preguntas que me hacen en cada uno de mis regresos a México es por qué vivo en París, por qué dejé mi ciudad. La formulación varía según las causas de la curiosidad: ¿cómo se puede vivir lejos?, y el colmo, en un país distinto al nuestro; ¿qué puede llevar a salir de las fronteras mexicanas cuando no se está obligado?; uno, cinco años incluso, puede comprenderse, pero, ¿más de 30…? ¡Una vida! ¿Y no valen más dos, tres vidas, a falta de eternidad, vidas semejantes y diferentes? La tentación del viaje hace soñar. Se me pregunta, en el fondo, cuáles son los oscuros motivos de ese autoexilio. Insinuación, festejo, insidia, sueño, espejismo, la cuestión contiene la respuesta. Método socrático utilizado en busca, si no de la inalcanzable verdad, al menos de la reflexión sobre la existencia. Método de los inquisidores de todos los tiempos para obligar a confesar incluso lo no cometido. Las respuestas varían: se acuerdan, como un instrumento musical, al tono que vibra con la auténtica curiosidad, a la incontrolable nota aguda del reproche, al sonido monocorde de la indiferencia que amuebla el vacío.

La verdad, a pesar del tiempo transcurrido, nunca me ha pasado por la mente la idea de haber dejado México: el viaje se ha alargado y, con la buena estrella que guiaba a los navegantes, puede aún perdurar una travesía donde se espera lo inesperado y se busca descubrir lo ignoto, lo único por lo que vale la pena viajar. Y acaso vivir.

Por paradójico que parezca, sin hacer literatura ni contar cuentos, lo inesperado, la sorpresa, el descubrimiento, es México. Asombro diario del encuentro de lo conocido por desconocido. Revelación de lo desconocido en lo conocido. Cierto, hay quien realiza su travesía encerrado entre cuatro muros: Cumbres borrascosas fue creada por Emily Brontë, de carácter solitario y salvaje, a pesar de una muy breve y dolorosa estancia en Bruselas. El viaje puede no llevar muy lejos: de Sayula a la ciudad de México no hay una enorme distancia, pero esos kilómetros bastaron a Juan Rulfo para crear Pedro Páramo, trastrocar los muertos en vivos y los vivos en muertos. De alguna manera, el viaje es siempre imaginario y, por ello, adquiere una realidad más duradera que la realidad: los seres y las cosas imaginarias no pueden morir. Acaso, tal es la causa del rápido olvido de los turistas cuando, más tarde, recuerdan en forma vaga dónde tomaron esa u otra foto. Su viaje, tan fantasmalmente real deja apenas las huellas de los pasos en la arena barridos por las olas. El alejamiento del viajero transforma su visión. Los hechos y las cosas se ven con la distancia que otorga la alquimia del tiempo. Se decanta lo efímero de sedimentos más durables. El mismo soplo que da vuelo a un velero sopla el polvo muerto de las cosas sin sentido. James Joyce no habría podido reconstruir Dublín sin salir de ella, ciudad añorada cuya detestación enaltece. Canta, oh, Diosa, la cólera de Aquiles…

Marcel Proust observa, después de dos mil páginas de reflexión sobre el tiempo, en respuesta premonitoria a sus exégetas: sus personajes no son vistos con un microscopio, son vistos con un telescopio, agigantados por los años –y, yo diría, míticos.

El viaje me permite ver a México, mi ciudad, extranjera en ella y en París, con la lejanía que la vuelve leyenda, sin ahogarme en los detalles de la cercanía de un microcosmos. Viajo a mi país con su música, con su comida, con imágenes y lecturas que me devuelven a ella con más fuerza que Internet. Leo con placer la deliciosa trampa que me ponen González Gamio, Quirarte y Matos Moctezuma, autores de 1554 México 2012 Francisco Cervantes Salazar: invitación a un paseo que da la tentación de proseguir la lectura y, estando en México, caminando las calles para seguir sus pasos, pasos que siguen los del primer cronista de la muy noble, insigne y leal ciudad de México, ciudad eterna. Viaje a lo más hondo y verde de la vieja ciudad, dijo Efraín Huerta, viaje a otras edades.