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El Consenso de Washington, ¿la hora final?
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ntre los años 70 y 80 se desarrolló una forma peculiar de capitalismo –primero en Chile bajo Augusto Pinochet, después en Inglaterra con Margaret Thatcher y más tarde en Estados Unidos en la era de Ronald Reagan–, cuyas características acabaron por definir un modelo económico que, hasta la fecha, conocemos bajo la referencia del Consenso de Washington. Los rasgos principales de ese modelo forman hoy una suerte de catálogo de axiomas que rigen a la legitimidad del cuerpo social e institucional que los puso en práctica (y se consolidó con ellos): la tecnocracia.

Son pocos axiomas, muy elocuentes y prácticos: desregulación del mercado, reducción del gasto social (léase: políticas de austeridad), privatización de empresas, funciones y prerrogativas públicas, apertura internacional (léase: debilitar o abolir los sistemas de protección de la economía nacional) y diversas formas de protección y apoyo fiscales. Desde su origen, el esquema estaba entrecruzado por el dilema que Hegel advirtió alguna vez en el concepto del Estado liberal (aun cuando él mismo era un liberal): Tal vez sea bueno para la teoría, pero no así para la práctica.

El modelo requería de tal cantidad de condiciones onerosas que su aplicación resultaba prácticamente impensable. No fue sino hasta la dictadura de Pinochet cuando los teóricos de Chicago encontraron un laboratorio para pasar a la práctica. Milton Friedman convenció personalmente al dictador que el castigo económico y social a la población duraría un breve lapso hasta que la economía empezara a crecer y las inversiones generarían empleos. Y en efecto, después de un lustro, la aplicación de la receta redundó en un mayor número de empleos (en su mayoría con salarios muy bajos), aunque el castigo –como lo muestran las recientes movilizaciones contra la privatización de la educación– se ha prolongado hasta la fecha.

Al poco tiempo, Margaret Thatcher retomó y enriqueció las enseñanzas chilenas. Al igual que su homólogo en Santiago, devastó los compromisos sociales del Estado, urdidos en décadas de luchas, lanzó a una considerable franja de la población a la marginación y fincó al empresario como el sujeto de la sociedad contemporánea. Si a eso se agrega la experiencia equivalente de Reagan en Estados Unidos, el resultado fue la constitución de lo que bien podría llamarse un paradigma de fin de siglo.

En los años 80, las transiciones a la democracia en América Latina y los países del Mediterráneo trajeron consigo la esperanza de que las nuevas libertades podrían conjugarse con los antiguos dividendos del estado de bienestar. Una esperanza que pronto se desvaneció. Una multitud de nuevos regímenes que se habían desembarazado de su pasado autoritario fueron absorbidos rápidamente por las políticas del Consenso de Washington. El saldo de esta peculiar suma fue que las recientes democracias tuvieron que sobrevivir –las que lograron hacerlo– en medio de auténticas devastaciones sociales.

Y en México ocurrió un giro ideológico singular, dado por una inversión de la máxima de Hegel (que Zizek explora en su texto sobre Las causas perdidas). Algo así como: Lo que no es bueno para la práctica, no tiene por qué no serlo para la teoría. En el centro de la retórica del Consenso de Washington, el impulso a este nuevo modelo de capitalismo (salvaje a fin de cuentas) no sólo debía desembocar en más bienestar, desarrollo y prosperidad, sino en la consolidación de las premisas esenciales de una democracia liberal. Hay que reconocer que si ese cuerpo de axiomas siempre adquirió el estatuto de una suerte de fundamentalismo económico, su despliegue político se basaba en un minimalismo teórico: si los saldos del modelo no eran los esperados, cualquier otra opción (la del estado de bienestar, por ejemplo, y ni hablar del antiguo socialismo de Estado) sería peor.

A 30 años de sus primeros pasos, ¿qué queda en la actualidad de ese minimalismo que legitimó, en última instancia, al fundamentalismo económico del Consenso de Washington?

Mucho antes de la crisis de 2008 ya era obvio que se le escapaban hechos, fenómenos y presencias evidentes. En China, por ejemplo, desde los años 90, los saldos más depredadores de la economía de mercado habían embonado perfectamente con los rasgos más onerosos del antiguo Estado comunista para forjar uno de los capitalismo más eficientes de los que tiene memoria la historia moderna. Y en general, en las economías asiáticas (acaso con excepción de Japón), que son las más vehementes, expansivas y eficientes del planeta, se muestra –incluso se demuestra– que la sociedad de mercado puede encajar perfectamente con las formas institucionales y políticas más perversas.

Las revoluciones islámicas, cuyo comienzo data en realidad en Teherán en 1976, también encontraron su propio camino para refutar el Consenso. Conjugados, el islam y la política no sólo han puesto en tela de juicio los límites del capitalismo actual, sino que han reciclado formas arcaicas de sostener economías fragmentadas. Dubai no es más que una isla en un océano de restauraciones.

Después de la crisis de 2008, la aparente unidad lograda por el Consenso a lo largo de tres décadas estalla en fragmentos. Las dos economías del G-20 que han logrado sortear el vendaval (Alemania y gradualmente Estados Unidos) lo han hecho refutando el viejo decálogo de los teóricos de Chicago. Alemania resistió las tentaciones de debilitar el Estado social, y Obama recurrió a una versión actualizada del keynesianismo para hacer frente a la crisis.

La lección de ambos casos está a la mano. Falta por supuesto quien haga su lectura en México y en América Latina en general (con excepción de Brasil, donde los gobiernos del Partido del Trabajo tomaron un rumbo distinto).