Opinión
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La Muestra

Gebo y la sombra

E

l pequeño teatro de Manoel de Oliveira. Una vez más el director portugués de 104 años, siempre en activo y sorprendiendo a sus seguidores con propuestas novedosas, decide filmar a su antojo una pequeña historia, Gebo y la sombra, parábola moral muy sencilla basada en una obra teatral de 1923, del portugués Raul Germano Brendão. Lo acompañan en la empresa sus actores favoritos (Ricardo Trêpa, Luis Miguel Cintra, Leonor Silveira), y tres veteranos formidables, Michael Lonsdale, Jeanne Moreau y Claudia Cardinale. Alejándose de los escenarios más vastos de algunas de sus cintas recientes, la ciudad de París, por ejemplo, en ese formidable juego de apariencias, desdoblamientos y mentiras que es Bella para siempre, Oliveira ajusta ahora la acción a un espacio muy reducido, apenas una habitación magistralmente iluminada y capturada por la lente de Renato Berta, y relata ahí la irónica historia del regreso de un hijo pródigo, el joven João (Ricardo Trêpa), quien ocho años atrás abandonó casa y esposa, dejando a esta última al cuidado de sus propios padres, Gebo (Lonsdale) y Doroteia (Cardinale). Un regreso que poco tiene de contrición o arrepentimiento y todo de la soberbia de un hombre aventurero dispuesto a señalar el conformismo y medianía de quienes más le estiman.

Oliveira centra su atención en el viejo Gebo y en su ética elemental (Cada quien debe saber dónde está su deber), misma que practica a diario en la administración y resguardo de un capital de la compañía Ramires & Ramires. La vieja Doroteia vive pendiente del regreso de su hijo, y el padre a su vez de que ninguna contrariedad perturbe la tranquilidad y salud de su esposa. El regreso de un João transformado y corrompido, vuelto ladrón por oficio y sospechoso de crímenes que no ha cometido, pero que no deja de seguir soñando, es un elemento demasiado perturbador en ese claustro doméstico y puritano donde es una virtud el que nunca pase nada y donde la presencia del dinero ajeno bien resguardado es recordatorio constante de que lo material nunca importa mucho.

João llega a ese hogar de pobreza virtuosa para sacudir las conciencias de aquellos que considera enterrados en vida, y poder demostrar con argumentos sibilinos la banalidad del mal y el deseo secreto que cada hombre tiene, sin atreverse a admitirlo, de alguna vez cometer un crimen. Si me asomo a mi propia alma, veo sombras que me aterrorizan, exclama satisfecho. Estas provocaciones que rayan en lo infantil y se pretenden nietzscheanas, sacuden sin embargo las certidumbres morales del viejo Gebo, quien se percata de la falsedad y rutina de su vida conyugal (Hemos pasado nuestra vida, yo a mentir y ella a llorar), y decide en un acto de liberación suprema asumir las culpas de su hijo, esa sombra suya que ya casi es su doble negativo. Oliveira se libra de nueva cuenta a colmar su película de laberintos verbosos, en decorados deliberadamente artificiales y en un juego escénico que corresponde más al de un teatro filmado. Lo hace sin embargo con maestría y concisión, apoyado en un formidable diseño de arte. El relato es sencillo y abierto, las actuaciones, justas en su dominio total del artificio (Leonor Silveira mirando al vacío, Lonsdale absorto en su contabilidad monótona, Ricardo Trepa ensayando una sobreactuación muy controlada y Claudia Cardinale intentando contener su extravío). Gebo y la sombra es el nuevo y malicioso juego de apariencias de un maestro moralista y prestidigitador más que centenario.

Además de la Cineteca Nacional, la Muestra prosigue este mes su recorrido en Cinemex, Cinépolis, Lumiere Reforma y sala Julio Bracho del Centro Cultural Universitario.